Estamos obligados a reinventar la convivencia ante un alud de nuevas estrategias comunicativas. Como ha sido ampliamente divulgado, en 1967 el filósofo y pensador canadiense Marshall McLuhan (un hombre que definió conceptos tan eficaces como la aldea global o la galaxia Gutenberg), publicó: «El medio es el Masaje», un libro de aforismos, que tras su análisis ha popularizado un famoso cambio en su título, e incluso en sus referencias bibliográficas; de tal suerte, que «massage» ha sido alterado con el tiempo, por «message». En él afirmaba, adelantándose: «Todos los medios nos vapulean minuciosamente. Son tan penetrantes en sus consecuencias personales, políticas, económicas, estéticas, psicológicas, morales, éticas y sociales, que no dejan parte alguna de nuestra persona intacta, inalterada, sin modificar»; «el medio o el proceso?nos está forzando a reconsiderar y revaluar prácticamente cada pensamiento, cada acción y cada institución que hasta hoy se daban por establecidas» ; viniendo a decir, que somos deudores de nuestras propias herramientas, porque nos cambian los patrones, los roles y las enseñanzas. Era contrario a la televisión y a hábitos que ahora nos parecen sumamente habituales, porque ya entonces tomaba en consideración que «demasiadas personas sabían demasiado las unas de las otras».

Han pasado cincuenta años de aquello y la capacidad del ser humano para convivir con semejantes recursos -como extensión de su mundo motor y sensorial-, ha crecido de un modo exponencial, hasta superar aspectos que nos parecen más cotidianos que la ducha diaria, la comida equilibrada o el agua mineral, entre otras cuestiones, porque son más intrusivos para infinidad de colectivos que carecen de esos medios. Así, el procedimiento ha ido progresando tanto y su eficacia ha sido tan diseñada, que ahora nos convierte por igual, en ejecutores y en víctimas, después de diluir cualquier barrera crítica. Y es en este campo donde se expanden las medias certezas, para dejar entrever que formamos parte de un universo que vemos reflejado en cualquier espacio al que nos asomemos: el espectáculo. De tal suerte, que en él ya no se trata de si una cosa ha ocurrido o no, sino de si se puede interpretar formando parte de un determinado relato en el que se invita a participar a todo el orbe, y en el que el algoritmo de las presencias determinará su crédito por medio de una condición esencialmente espectacular, en la que actores y espectadores se interfirieren y confunden.

Es el momento en el que la realidad se ha transformado, liberándose de la verosimilitud para cargarse de eficacia comunicativa, alejándose tanto de la razón como tan cerca se halle del universo de las conmociones (espectaculares). De aquí surge ese nuevo concepto tan de moda como el «post-truth»: la posverdad; referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales.

Por ello no nos puede extrañar que cualquier previsión sustentada sobre una base lógica pueda abocar en fracaso, habida cuenta de que el problema no es tanto mejorar cualquier trabajo de campo, como descubrir y ocuparse de sus elementos espectaculares, aquellos que la dotan de una eficacia incontrovertible y que conocen bien y protegen determinados expertos ocupados en conseguir los fines.

Es en este ámbito, con ese exceso informativo acumulado, donde se reúne el relativismo constante en la que las opiniones siempre tienen un ángulo de justificación, especialmente si se acopian numéricamente hasta conseguir la viralidad como categoría. Es muy probable que ya se vendan productos con capacidad de aceptación masiva y que trafiquen su precio, con eficacias sin mensaje adaptadas a cualquier necesidad, como si fuera un Tapperwere, en los que los contenidos, en vez de alimentos, son simplemente, módulos espectaculares sabiamente preparados para la trágala masiva.

En la época de McLuhan, los medios de comunicación de masas eran piezas predeterminadas contra las que era muy difícil interactuar. Se trataba de estructuras asentadas, con frecuencia centenarias, vinculadas a una determinada ideología. Ciertamente aún perduran, entretanto su rol puede cambiar su destino, fundamentalmente, si dejan de ser un instrumento más para postularse como una tabla a la que asirse en medio del naufragio.

Así, en este mundo de disparatadas sorpresas, la posverdad no es más que un síntoma que traduce una disposición social dispuesta para comprar -sin dinero-, la entrada para una función indefinida, cuyo objetivo continuo es la supervivencia de todos sus actores, sin darse cuenta de que nadie conoce el argumento, tampoco su papel, y mucho menos el desenlace.