Terrorismo. ISIS. Guerra en Siria y en Ucrania. Crimen, asesinatos, asaltos indiscriminados. Hambrunas, inundaciones, pandemias. Calentamiento global. Parón económico, pobreza, refugiados.

Con este párrafo arranca el libro publicado en 2016 Progress, ten reasons to look forward to the future («Progreso, diez razones para la esperanza en el futuro») de Johan Norberg. Con semejante inicio, uno debería encontrarse con el anuncio de aún mayores desastres y catástrofes en los tiempos venideros. ¿Qué nos tienta entonces? Decir que cualquier tiempo pasado fue mejor. Recuerdo que esta nostalgia era invocada por mi abuela en cuanto le parecía que las cosas que nos tocaba vivir se iban torciendo. Y yo le decía sí abuela, pensando en el hambre que se pasaba en los años 40, el frío, el estraperlo, la escasez; por no hablar de las represalias del régimen, el insoportable beaterío y la tuberculosis. Nunca ningún tiempo pasado fue mejor. Una de las lecciones que me impresionaron como estudiante fue una afirmación del economista Paul Samuelson: aseguraba que un fontanero de ahora vivía mejor que un emperador romano. La explicación es sencilla: un fontanero de hoy abre el grifo y tiene al instante agua caliente o fría; un emperador romano, no.

Claro, el miedo a las cosas descritas en el párrafo que encabeza este artículo y la nostalgia de un tiempo pasado mejor es, asegura Norberg, el cuerpo de doctrina sobre el que Donald Trump basó su campaña para las presidenciales. Millones de americanos le creyeron y le dieron la victoria. El eslogan «Hagamos a América grande otra vez» no resiste el más simple análisis a menos de que todos los que votaron a Trump echaran de menos los tiempos del Ku Klux Klan, los tiempos aparentemente sin inmigración ni drogas (como si la Coca-Cola de principio del siglo XX no hubiera contenido cocaína o en las cenas elegantes no se pasaran entre los comensales bandejas con montones de droga colombiana), los tiempos en que toda la sociedad era temerosa de Dios, a los asesinos se los ejecutaba en la silla eléctrica aunque fueran inocentes y Washigton podía hacer que se asesinara a presidentes o se derrocaran regímenes con impunidad. Así de simple. En los buenos tiempos no había consecuencias. Asegura Trump.

Uno de los problemas de Trump es su simpleza. No sabe nada ni entiende de nada; solo actúa a impulsos. ¿Dónde se ha visto que todo un presidente de Estados Unidos utilice continuamente el twitter para insultar a quienes le critican desde los medios? ¿Dónde se ha visto que halague a un adversario a costa de denostar en público a las agencias en las que tendrá que apoyarse para combatir el crimen? Por poner un símil local, la elección de Donald Trump en Estados Unidos sería comparable a la elección en España de Belén Esteban, la princesa del pueblo, como jefa del gobierno, eso sí, por el PP.

Bueno, es de suponer que los líderes republicanos en el Congreso, en el partido y en el gobierno (aunque para este último haya decidido nombrar a una serie de implacables retrógrados) le disuadirán de lanzar la bomba atómica sobre Corea del Norte, aunque solo sea después de explicarle con gran paciencia la que se puede armar en el mundo, cosa que él es incapaz de prever. Supongo que saberse el hombre más poderoso del universo es de tal vanidad y tontería que sus adláteres serán capaces de convencerlo con palabras simples de no cometer estupideces irremediables. Un hombre que lleva años diciendo en televisión que sus manos no son pequeñas porque un humorista lo sugirió, no puede ser un intelectual realmente distinguido y pausado. El 21 de enero empezaremos a comprobarlo.

¿Lo que viene es peor? Diré que no. Hace pocos días, El País publicaba unas cuantas coordenadas que explicaban cómo la riqueza se había multiplicado, la pobreza había disminuido diez veces, la esperanza de vida había pasado de cuarenta años como media a 75, la mortalidad infantil había bajado espectacularmente. Suma y sigue. La investigación acaba a diario con alguna enfermedad. La sociedad es exponencialmente más libre y democrática. Los derechos de la mujer se afirman cada día.

Es verdad que estas expectativas de mejora constante no consuelan a un enfermo de ELA o a un parado. Pero estoy harto de que las noticias me auguren la muerte instantánea cuando me alcance el ébola que ya nos llega o contraiga el SIDA cuando bese a mi novia o me muera de la próxima epidemia de una gripe incómoda pero inocua. ¿En qué quedan esas amenazas? En nada y nadie lo cuenta. Y es que es más fácil augurar la catástrofe que la ventura.

Tengo un amigo que afirma que estamos hoy mejor que en el siglo XIII. Lo que ocurre es que también asegura que estamos peor hoy que en 2005. Un 4% peor.