No sé cómo llegó a mí la anécdota. Debió de ser en unas de esas comidas de oposiciones, en las que se cuentan los trapos sucios del gremio. El caso es que la anécdota dice así: corrían los años del duro franquismo y don Ramón Menéndez Pidal tenía que editar, como parte de su monumental «Historia de España», los siglos de la Alta Edad Media castellana. Nadie mejor que Sánchez Albornoz para llevar a cabo ese volumen. Pero había un pequeño problema. Sánchez Albornoz había sido ministro con la República, estaba en el exilio y se mostraba políticamente activo, tanto que años después llegaría a ser el Presidente de la II República española. Así que Menéndez Pidal se fue a ver al ministro de educación, Ibáñez Martín, el primer presidente del CSIC y el hombre que debía poner la Universidad española al servicio del régimen de Franco. Los argumentos de Menéndez Pidal se resumían en uno: Sánchez Albornoz era el medievalista español más prestigioso del mundo. Si no se quería hacer el ridículo, el volumen tenía que escribirlo él.

El ministro Ibáñez Marín, que luego sería el suegro del Presidente Calvo Sotelo, según cuentan, dijo algo así: «No me venga con prestigios, don Ramón». Ante los ojos atónitos de Menéndez Pidal, el ministro desplegó el argumento. «Cogemos a uno de esos chicos espabilados de Albareda, lo mandamos a Alemania, le hacemos una tesis, le publicamos dos terceras en el ABC, y ya tenemos el prestigio». Albareda era el sacerdote y secretario del CSIC por aquel entonces. Su misión era impedir que los puestos claves de la Universidad llegaran a manos indebidas. Así que fabricaba los prestigios necesarios. De esos, seguro que todos conocemos unos cuantos. Cuando, sesenta años después de esta escena, se nos pide que tengamos Universidades entre las mejores del mundo, se olvida que hace poco tiempo que no rige esta lógica cínica en la Universidad española. El franquismo, como es sabido, inventó poco. Pero ningún vicio histórico y ancestral español se le escapó; no hizo de la Universidad un instrumento desnudo de poder. Esto ya lo era aproximadamente desde que los dominicos llegaron a Salamanca, allá por 1525. Sólo en el último medio siglo la Universidad española se ha convertido en otra cosa. No excelente, desde luego, pero sí en otra cosa.

Sin embargo, todavía arrastramos muchas rémoras propias de aquellos tiempos de impunidad y miseria. Una de ellas es la tolerancia con el plagio. En realidad, hablamos de un síntoma de otro mal todavía más profundo: la instrumentalización de la Universidad desde y para el poder. El síntoma de tesis leídas por políticos en activo, de las que todo el mundo conoce al «negro» que las escribió y lo que cobró por ello, y que luego tienen que guardarse encerradas bajo llave, refleja el mismo mal. La tolerancia no es sólo al plagio. La tolerancia es al poder. Ese es el problema. Y el poder en España es un asunto privado, de amistad, de tratos de caballeros, de arreglar las cosas rozando las piernas bajo la falda de la mesa camilla, de «do ut des» y, cuando no hay más remedio, de procesos judiciales interminables.

En un artículo documentado y extenso, dos profesores de la Universidad de Sevilla, historiadores del derecho, Carlos Petit y Sebastián Martín, analizaron el caso del Rector de la Universidad Juan Carlos I, Fernando Suárez, y demostraron que el plagio sistemático en los momentos fundamentales de su carrera no puede considerarse una práctica individual y solitaria. En esos momentos decisivos, Suárez siempre estuvo apoyado y arropado de forma incondicional por un grupo de profesores de la más enraizada cercanía a la ideología franquista, entre los que se contaba su propio padre, el historiador de la Fundación Francisco Franco y factótum de la Academia de la Historia, uno de los máximos responsables de aquel atropello que se llamó «Diccionario biográfico español», junto con el ínclito y estirado Presidente ya difunto Gonzalo Anes. Si después de todo lo que sabemos sobre este plagiario, tanto el Ministerio como su propia Universidad no han movido un dedo, es sencillamente porque Suárez es «uno de los nuestros» y es poderoso. No es tolerancia con el plagio. Si Suárez hubiera sido un alumno de doctorado indefenso, seguro que entonces habría provocado otro final. Es sencillamente que el sentido instrumental de la Universidad hace irrelevante que en ella se produzca ciencia o no. Sobre todo si el que plagia es un rector.

Y este es el problema. Como he podido confirmar en todos los casos que me he encontrado en mis cuarenta años de profesión, el plagiario no presenta por lo general el perfil de hombre humillado y frustrado, atormentado y atravesado por la amargura y la conciencia de culpa. Todo lo contrario. Se trata de personas dotadas de gran confianza en sí mismas, facundia, agresividad y buena conciencia. En suma, estamos ante la misma personalidad que suele acumular poder de forma bastante indiscriminada y autoafirmativa, casi pulsional. Esa afinidad electiva entre el plagiario y el escalador es lo que explica que los Rectorados por lo general se inhiban en este asunto, del que no quieren saber literalmente nada. Pero tal actitud es posible sobre todo porque se han hecho la pregunta debida: ¿Y a quién le importa de verdad si ha existido plagio? Y todos sin excepción se han contestado: ¡En el fondo solo al plagiado!

Este supuesto suele determinar el curso de las actuaciones. El plagiario sabe elegir muy bien a quién plagia. Por lo general, entre los españoles plagiarios que conozco, las víctimas predilectas son los latinoamericanos. Un profesor español sabe que, aunque protesten, cualquier observador tenderá a situarlos en una posición científica subalterna, lo que testimonia que el plagio es un acto de poder, casi de naturaleza invasora o colonizadora. Si el lejano investigador argentino o brasileño protesta, el siguiente paso es desplegar con todo desparpajo la buena conciencia y contraatacar con un abogado. Este hecho suele tener consecuencias muy disuasorias. Se amenaza con que, si sigue la acusación de plagio, se llevará ante los tribunales por difamación o por acoso profesional. Mientras tanto, la Universidad propia no querrá saber nada y mucho menos defender a un sudamericano que sepa dios de dónde sacó su pretendida ciencia. Así, la víctima sabe que, si quiere seguir con su idea de justicia, ha de gastarse los cuartos con un juzgado en España o enrolarse en una batalla personal cuerpo a cuerpo. Más bien lo deja. Y el plagio, como ejercicio de poder, sigue impune con la complicidad de las instancias universitarias que no pueden ignorar que el plagiario, por lo general, también es peligroso en otros asuntos. Alguien con ese descaro, desfachatez y carencia de escrúpulos, ha de ser un mal enemigo.

Y así van las cosas. Por lo general todo se encubre, sin que todavía haya consecuencias reales y generales contra los plagiarios, a pesar de las evidencias rotundas de sus malas prácticas. Sin embargo, no debemos olvidar la cuestión fundamental: la instrumentalización de la Universidad desde los sistemas de poder político e ideológico sobre todo, aunque ahora también económico. Un plagiario que aporta dinero es intocable. En eso nuestra democracia tiene todavía mucho que aprender. Hoy cuando se habla tanto de haber iniciado la época de la post-verdad, es cosa de preguntarnos si alguna vez hemos tenido en nuestra historia una Universidad que crea en la búsqueda de la verdad de forma continua, firme y radical. Pero en lugar de reflexionar sobre lo que podemos hacer para mejorarla, tenemos que asistir al espectáculo vergonzoso de comprobar que el mismo Gobierno que atiza campañas contra ella, porque no logra entrar en los ránquines mundiales mientras él se encarga de recortarle la financiación hasta asfixiarla, se desentiende de esa exigencia de prestigio cuando un plagiario es sencillamente «uno de los nuestros». Nunca antes se vio de modo tan claro la hipocresía de esas fuerzas que instrumentalizaron la Universidad pública para su exclusivo poder, y que ahora quieren asfixiarla para cegar la posibilidad histórica real de que se entregue a la búsqueda de la verdad.