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De culturas y culturetas

El discurso de Meryl Streep en la ceremonia de los Globos de Oro fue elegante y profundo. En sus palabras siempre estuvo presente Donald Trump, aunque nunca lo nombrara, y establecieron una sobrecogedora balanza entre los exabruptos, las groserías y las estupideces del nuevo presidente de Estados Unidos (fieramente confirmados en su primera rueda de prensa) y la defensa de la libertad, del arte, de la empatía de los actores y de la virtud de la prensa al defender los valores democráticos y la tolerancia. En un momento en que ella recordaba con horror la sucia imitación pública que había hecho Trump de un periodista minusválido (coreada por el auditorio para su vergüenza), a todos se nos saltaron las lágrimas. Madame Streep acababa de desmentir el concepto de que un actor no tiene opinión porque se limita a recitar cosas aprendidas y fuera de eso su cerebro vuelve al funcionamiento plano. (Atención: no estoy sugiriendo que una intervención de Meryl Streep equivalga a una de Willi Toledo). Y la verdad es que prefiero siempre un recitado de Nuria Espert a un discurso de la hasta ahora presidenta del Parlamento mallorquín: es más inteligente, más vibrante, más cálido que cualquier cosa que pueda decir doña Xelo.

Como es natural, Trump tuiteó a los pocos minutos una respuesta tan idiota como él, explicando que Streep, ganadora de tres Oscar y diez Globos de Oro, era una actriz sobrevalorada, lacaya de Clinton. Espero que en su equipo alguno se sonrojara. Pero seguro que nadie se avergonzó porque esta anécdota ilustra a la perfección el desprecio instintivo que suscita. Si alguien „un actor, un escritor, un artista, un deportista„ sube a un escenario y critica al poder, la reacción inmediata será «qué entenderá este de las realidades de la vida, cómo se atreve ese señorito ignorante y privilegiado a decirme a mí que lo que hago es incorrecto». Pues porque es uno de los que paga su sueldo y vota, oiga. Por otra parte si el interesado ensalza al poder, este lo aplaudirá y encontrará en ello la confirmación de lo bien que hace las cosas. Es interesante que el desprecio se dirija en especial a los cómicos. Sugiero que es porque un solo monólogo de José Sacristán destruye un solo monólogo de Mariano Rajoy: tiene alma y destreza y sinceridad. ¿O prefieren las peroratas de Trillo o de Bárcenas? Les desestabilizan menos, claro.

¿Será que a los políticos les importa poco la gente culta y que por eso no bajan el IVA de los espectáculos y de los libros? Ante la crítica de cualquier actor, el ministro de Hacienda amenaza con revelar a los que defraudan, sugiriendo que el gremio está compuesto por un conjunto de bandidos que no deberían de respirar hasta haber pagado sus impuestos. Y aun así, manchados por su delito, deberían callar para siempre. Los artistas que defraudan no son proporcionalmente más numerosos que los del conjunto de los españoles.

El concepto de bien común está ausente de los intereses de la vida política, que solo opera con cálculos de voto. La cultura no es cultura más que en función del número de votos que recolecta. Y en ese sentido, el comportamiento de los políticos es atroz. No quiero parecer elitista puesto que creo firmemente en un hombre-un voto, pero ¿cómo es posible que un alto cargo no tenga detrás de sí un título académico y un número demostrable de horas semanales de lectura?

Palma es una capital grande y amable, llena de belleza y calma. ¿Cómo es posible que, por ser entes pensantes y escribientes nos tengamos que sentir intelectualmente alejados de ella? ¿No serán más bien ellos, los políticos, quienes están a años luz del común de los mortales? ¿Por qué tenemos que contemplar el espectáculo de unos consejeros peleándose con otros o con los parlamentarios de enfrente por el número de arcángeles que caben en la cabeza de un alfiler?

En efecto, Palma (¡mira que diiscutir si es Palma o Palma de Mallorca) es una ciudad estupenda. Me irrita que solo pueda ser considerada una ciudad de turismo y ocio (¡y vaya ocio!), cuando ocho meses al año, tras la vorágine, recupera su cara amable y vivible. En ese momento deberíamos todos los que vivimos permanentemente en ella hacer que reasumiera su carácter cosmopolita, con todas sus características locales, incluso las mezquinas.

Tres ejemplos: se recuperaría por completo el Círculo Mallorquín, con sus partidas de cartas y sus tertulias, brillaría el Teatre Principal, esa joya que empieza a tener programada una temporada sensata lejos del oficialismo; y se podría establecer una universidad de verano, igual que en Santander, que no dejaría de atraer a jóvenes extranjeros poco parecidos a los que practican el balconing o la felación. Es cuestión de que nos lo creamos.

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