En unos pocos días, Donald Trump tomará posesión como presidente de Estados Unidos, y con ello habremos terminado de dar toda una vuelta al reloj de la historia, para situar las manecillas más o menos como al inicio de la era de George W. Bush. No por conocida deja de sorprenderme esta sólida tendencia pendular, que demuestra que el principio de acción-reacción emocional y la fuerza de seducción de los líderes, son mucho más poderosos que el aprendizaje racional a través de la experiencia.

Una vez más vencen los sueños de poder, las promesas escasamente fundadas y el rédito televisivo. Tras ocho años de esfuerzos demócratas para lograr mayor protección social, el respeto a las minorías y la paz mundial, gana el partidario de la concentración de la riqueza, el rechazo al inmigrante, el negacionista defensor del lobby petrolero. Del que fue un trabajador social interesado por la igualdad, pasamos al millonario especulador que alienta la exclusión. Nada nuevo bajo el sol, pero resulta difícil aceptar un movimiento pendular tan perfecto. Seguimos sin aprender de la historia, y del sufrimiento engendrado por sus falsas promesas.

Quizás la única similitud entre ambos mandatarios es que son líderes mediáticos, a diferencia de Hillary Clinton, que no tenía un amplio sector social que se identificase con ella. El líder acrisola el impulso de lo deseado: con Barack Obama era el anhelo de igualdad, que acabase con la marginación racial y tantas guerras exteriores. Con Trump, recuperar el sueño americano. Para muchos habitantes del mundo que no pudimos votar en aquellas elecciones de noviembre de 2008, Obama era también nuestro candidato, el que representaba reconquistar el derecho a la justicia tras los largos años del imperio Bush y sus guerras por el control del petróleo. Aquella victoria fue para la esperanza; en esta reina la expectación y, por qué no decirlo, el miedo.

El legado de los dos mandatos de Obama incluye asuntos pendientes, algún fracaso y victorias a medias. No lo tuvo fácil, con la Cámara de Representantes y el Senado bajo control republicano. Pero nadie puede decir que no lo intentara, y que se han logrado sustanciosos avances en igualdad social y estabilidad de la crisis en estos años. Es posible que Trump desmonte o dinamite parte de los logros inacabados como el Obamacare, pero no podrá, en cualquier caso, borrar la profunda experiencia que nos ha dejado el primer presidente afroamericano en el país de la no tan antigua segregación racial. Una experiencia agridulce: dulce porque sí se pudo, y agria porque han quedado manifiestas las profundas inercias reactivas de ese país, que dificultan e incluso impiden gran parte de las transformaciones necesarias para una mayor igualdad y bien común.