Trillo se va, pero no dimite. Es una cosa rara. El Gobierno, según dice en rueda de prensa sin preguntas (todavía con estilo más cutre que Trump, quien al menos permitió algunas en la suya), no le ha exigido que se vaya, pero él «pide el relevo» para «no interferir en la labor del Gobierno», si bien no especifica en qué podría hacer tal cosa un simple embajador en Londres. Todo, con tal de no admitir que se marcha por la puerta de atrás por el incremento progresivo de la vergüenza colectiva en el país que representa ante el Reino Unido. Vergüenza ajena, pues de la propia, ni pizca. Los gestos, tan delatadores, permiten que percibamos en la tele un asomo de sonrisa cuando dice que ha sido embajador «durante más de cuatro años», como si sugiriera: «A joderse».

Aquí es donde se ve a los verdaderos patriotas. Hay algunos que se proclaman como tales adquiriendo kilómetros de tela rojigualda para que ondee en la plaza de Colón de Madrid mientras se dedican después, cuando abandonan el Gobierno, a atravesar toda puerta giratoria que se les ponga al alcance para forrarse sin coto. Pero cuando los militares que defienden la patria desde la trinchera de las misiones especiales y sin obstentación alguna, tan sólo luciendo una discreta banderita de nylon cosida al hombro de sus uniformes, mueren en masa, el ministro no está ni se le espera, si acaso tan sólo para organizar a toda prisa un funeral de Estado que oculte el horror de que dentro de las cajas mortuorios haya cuerpos humanos mezclados, demediados, inidentificados.

Más grave es que estos militares no hayan muerto por el fuego o las trampas del enemigo, que es una posibilidad a la que profesionalmente se exponen, sino por la negligencia del propio ministerio que dirigía sus operaciones, preñado de comisionistas que hacían negocios con los vuelos de retorno y de irresponsables pagados de sí mismos que, en el fondo, desprecian a la soldadesca, a la que tienen por un sobproletariado que encuentra refugio en el Ejército por mera supervivencia mientras ellos representan a la clase gozante, capaz de salvarse de las levas por ganar oposiciones en correspondencia al destino de su clase.

Trillo, sin embargo, debe creer que sufre una alucinación, pues los familiares de los viajeros del Yak42 que vamos conociendo se revelan como personas cultas, demócratas y exigentes de las obligaciones respectivas de todo estamento del Estado. Qué pena para el hoy ya exembajador que no reproduzcan el perfil de esos inmigrantes que son atropellados por trenes al paso por las vías ferroviarias de las furgonetas que los transportan de madrugada camino de trabajos miserables, y que carecen de familias, recursos y posibilidades para que sean reivindicados sus derechos posmortem. Vaya, resulta que los militares españoles y sus familias muestran, además de un nivel intelectual que permite consolarse sobre la sociedad española ajena a la clase política gobernante, pero, sobre todo, una dignidad que probablemente Trillo no esperaba, a la vista de que en su concepción la tropa siempre ha debido ser algo así como parte del servicio.

Por lo demás, la poquedad intelectual y moral de Trillo, incapaz de pedir perdón por sus ocultaciones y deficiencias políticas, está permitiendo que Cospedal aparezca como una heroína después de haber compensado a Bárcenas (eso sí, en diferido) con más generosidad que el Gobierno de su partido a los que, en vez de llenar la bolsa, se juegan la vida por España. Que la arrogancia de Trillo esté sirviendo para promocionar la carrera política de Cospedal es la última herencia (en este caso, involuntaria) de tipo tan ridículo.