Es cierto que el hábito no hace al monje, como reza el refrán. Podríamos decir lo mismo del uniforme o cualquier otra vestimenta que indique funcionalidad. Me inclina a hacer el elogio a la corbata el hecho de que sea atacada de modo enfurecido porque la corbata encubre a sinvergüenzas y a corruptos de la casta. Ciertamente puede ser, pero no menos, ni más, que los desgalichados arremangados y furibundos anticorbateros.

Hay algo que no falla sea cual sea la indumentaria: la protección de la laringe „donde se hace una laringotomía cuando es necesario salvarnos la vida, por ejemplo, si nos hemos atragantado„ que es una zona de nuestro cuerpo desprotegida, porque solo la recubre la piel. Ahí no hay músculos ni grasa (salvo en algunos casos de obesidad evidente). Esa zona gargantil es vulnerable al frío. Cuando uno pilla un constipado es porque se ha enfriado localmente, y esto desarma las defensas. El virus del catarro común, ya asentado, aprovecha esa circunstancia para provocarnos el tabardillo. Por eso a los niños, sus madres, les indican, en las húmedas y frías mañanas de invierno: ¡ponte la bufanda y no te la quites hasta llegar al colegio! ¿Y la corbata? Precisamente hace las veces de una bufanda que incide, con su gracioso o destartalado nudo, a evitar el trancazo.

Pero al margen de la razón expuesta, hay otra para llevar corbata (u otro atuendo, que todo cambia). Es la elegancia. Elegancia „elegans, en latín„ es elección a la hora de presentarse y representarse ante los demás. No se hace por comodidad personal o por presumir, aunque todo puede ser, sino que su origen es precisamente eligo, elegir: presentarse no como la propia dignidad sugiere, sino como la dignidad del otro requiere. Aunque la moda sea convencionalismo „incluso burgués, que es lo más gaseoso que hoy en día existe„ hay un algo intrínseco que no es mera convención, sino que apela a la integridad de mi interlocutor: porque mi corbata no me la veo yo, la ve el otro.