Es evidente que ningún museo del mundo posee unos fondos tan extensos que, por sí mismos, sean capaces de mostrar la totalidad de los estilos y de las procedencias de las obras. De hecho, no existe el museo que pueda entenderse como el álbum genérico y total, porque no es ese un objetivo posible. Más bien lo que debe procurar todo museo „habida cuenta de que el arte es un proceder de creación y de comunicación humanas„ es, por medio de una exhibición coherente, poner de manifiesto la mejor disposición para el goce de las obras. Si además tiene capacidad para poderlo hacer, debería acometer la revelación de la historia del pensamiento y de los lenguajes estéticos de la época en la que fueron creadas; de tal suerte, que nos permitan vivir otras vidas y otros tiempos.

El arte pudo tener, para quien lo realizó, muy diversos significados: ser un ejercicio de destreza manual, una reflexión moral, un icono religioso, una emoción subjetiva, la revelación de un paisaje, la narración de una historia? No obstante, para el observador, su significado no depende sólo de aquel acabamiento, sino de sus expectativas, de su experiencia previa y de su capacidad en el momento de la contemplación final. Aspectos, todos ellos, que condicionarán esa acción recíproca que entendemos como «experiencia estética». Esto quiere decir, también, que una buena exposición, bien clara, documentada y enriquecida con herramientas auxiliares, puede trasladar las obras al universo en el que se gestaron, entre otras cuestiones, porque es el mejor modo para poderlas comprender.

En un museo, donde se acumulan tantas obras, entre sus objetivos primarios deberán hallarse la investigación, la conservación, la didáctica y la accesibilidad, además de esa disposición perceptiva básica. Una conducta positiva hacia ese estado protector de la intimidad individual también dispone a una aclaración de los conceptos, que en modo alguno tiene que depender de una organización estructural basada en el lugar de nacimiento del autor, sino de su capacidad de integración en el espíritu de la época, porque es lo que al final lo justifica. Lo que en el pensamiento hegeliano vino a llamarse zeitgeist; ya que fueron, la ideología y el mercado en unos casos, y la teoría estética, en todos, los elementos que proporcionaron los ámbitos sobre los que se asentaron los fundamentos globales de esas creaciones humanas. A todo ello, Heidegger lo determinó como «estar en» cuando se desarrollan en el espacio de una más amplia existencia creadora, que engloba a otros creadores. Rehuir de mostrar tal propósito es sortear la comprensión; y de modo contrario, poderlo conseguir no sólo depende de la cantidad de los fondos, sino de la importancia de los objetivos y del acierto en su construcción teórica subyacente.

El origen del patrimonio de un museo puede ser muy diverso. Los hay que son el fruto de una colección elaborada durante muy pocos años; y otros, en cambio, son la sedimentación de varias generaciones o la consecuencia de vicisitudes diversas.

Cuando se trata de un museo histórico, que abarca una larga sucesión de épocas, de autores, y de procederes o estilos, las posibilidades de articulación que ofrece son estimulantes y variadas. Así ocurre con los grandes centros existentes en todo el mundo, que aunque suelen partir estableciendo un cierto ordenamiento cronológico, sus obras se disponen tendiendo siempre a favorecer el mejor disfrute y la mayor aproximación a los conceptos que las justifican. Lo que no me parece, en modo alguno aconsejable es una apuesta que genere impuestos desplazamientos, forzando a través de un presentismo ideológico la apariencia de una secuencia local, tan huera de sentido como errada en lo realmente ocurrido en espacios de tiempo distantes y alejados.

Como es sabido, y cada vez más lo confirman los estudios actuales, desde la baja Edad Media los artistas y las imágenes creadas tenían un mercado y una difusión muy amplia. Iban de aquí para allá y se compraban y vendían libros de taller, dibujos, grabados y pinturas, en Aviñón, Rouen, Praga, Ingolstadt, Gante o Florencia, con una avidez insospechada. Así Starnina, Marçal de Sas y Bartolomé Bermejo vinieron a Valencia porque había mercado. Lluís Dalmau se fue a Gante para aprender de Jan van Eyck, porque lo envió el Magnánimo y Rodrigo de Borja trajo a Paolo de San Leocadio y a Francesco Pagano, para pintar los Ángeles Músicos de la catedral, porque aquí los pintores aún eran góticos y el cardenal sabía que lo moderno ya no era eso, sino el Renacimiento.

Ahora parece claro que sin la Contrarreforma de Trento y su doctrina protectora de la imaginería de los santos, en el sur de Europa, el Barroco o no habría existido o habría sido otro. De hecho, si el patriarca Juan de Ribera echó mano de Ribalta „un catalán de Solsona, formado en El Escorial, con influencias italianas„ para desarrollarlo aquí, y si José de Ribera se fue a Nápoles era porque allí circulaba el oro. Como Manolo Valdés, pongamos por ejemplo, se ha ido asimismo, en estos tiempos, a Nueva York.

Es decir, la peculiaridad de aquello que podemos entender como particular valenciano radica en su gran capacidad de relación, en su participación directa de lo que fue universal, desde los más remotos tiempos. Así fue cómo una sociedad gótica se transformó en renacentista, y sucesivamente, en barroca, precisamente por ser abierta; y luego nuestros templos y nuestras galerías se fueron cuajando de pintores propios y de muchísimos que no nacieron aquí, pero se quedaron, porque los supimos comprender y contratar. Y ese es un objetivo que queremos presentar como valor determinante.

Con el paso de los tiempos, la historia se prolonga y se repite: con la caída del Barroco más tardío, nos llegó el Academicismo de la Ilustración y también vivió Goya aquí, dejando hermosas pinturas en nuestras colecciones, y tuvimos el apoyo y el influjo de la Academia de San Fernando, apoyando la creación de la nuestra de San Carlos en 1768. Así podríamos llegar hasta nuestros propios días, porque somos hijos del Mediterráneo, ilusionados con el intercambio, sin miedo a la hibridación y seguros de navegar al mismo tiempo, con un imaginario propio.

Intentar hilvanar un hilo distinto del de la historia circundante no sólo es desconocerla, es deformarla; limitar los estudios sobre sus verdaderas relaciones; relegar, a priori, la posible inversión en autores foráneos importantes (que aún nos faltan); eludiendo así el estímulo para la inclusión de sus aportaciones. Ahora que el informe de los técnicos del Ministerio de Cultura ha objetado un errado proyecto museográfico, estructurado sobre una base localista, debemos comenzar de nuevo y trabajar mejor para acortar los plazos. La Academia se ofreció en el seno del último patronato a poner todo de su parte para ayudar a ese fin, de tal suerte, que las pinturas del Museo de Bellas Artes puedan estar colgadas de sus paredes antes de que transcurran otros tres inaceptables años.