Parece que el trabajo, la insistencia, los malos momentos que los acompañan siempre traen la recompensa, al menos eso me ha demostrado la experiencia. Algo bueno debí hacer durante el mes de agosto como voluntario en Eleonas. Ayer volví de nuevo a ese campo de refugiados de Atenas.

Uno de los peores días que pasé en verano fue cuando se organizó un torneo de fútbol para niños entre 6 y 8 años. Yo era entrenador de un equipo de 7 jugadores. A los 30 segundos de empezar, el equipo contrario marcó gol. El mejor de mi equipo se fue cara al portero lo empujó y le dijo «¡qué malo eres!». Después, vino hacia mí con paso firme agigantado y me tiró el brazalete del equipo a la cara: ya no juego, y le siguió otro compañero con la misma virulencia y tremendo enfado. ¡Con lo que me había costado formar el equipo y a los 30 segundos ya no había!

Recuerdo que le dije tras el partido «eso no está bien, sólo hay que jugar». Y bajó el brazo soltando un «¡bah!», indiferente y todavía dolido en el ego por haber perdido. Decidí ser severo, era algo que creía debía aprender (¡Estoy yo bueno!. Intentar que un niño de 8 años tenga conciencia es como pedir peras a un olmo. Según leí de Punset, la corteza cerebral no termina de formarse antes de los 30 años, o sea, que no conocemos las virtudes humanas más elevadas muy bien, tales como la empatía, después de la treintena). Así, decidí no hablarle hasta que me pidiese perdón: no se produjo ni en el último de los días.

Algunos días llegaba a casa exhausto, no física, sino mentalmente. En las actividades con los niños en muchos momentos sólo oías griterío, peleaban constantemente... conseguir una cola en hilera era labor épica y algunos hasta te insultaban y se reían gravemente de ti atentando contra tu resistencia. Gastaba mi energía intentando hacerles ver que no estaba bien, sin resultado alguno aparente en el momento. Ese día fue el peor: llegué a casa a duras penas, mareado después de salir del metro y a punto de desmayarme; estaba emocionalmente dolido y hasta llegué a cuestionarme por qué hacía la labor de voluntario si no hay una recompensa salvo un desgaste emocional.

Estaba muy fatigado cuando llegué ayer al mediodía al campo. Había hecho transbordo en Múnich y pasado la noche en el aeropuerto, además de haber caminado por Bacelona haciendo transbordos de metro con las dos mochilas, una de ellas con las 25 equipaciones donadas por el VCF: en total, 30 kilos. Para llegar al campo de refugiados tuve que andar 12 minutos desde la parada de metro Keramikos; mis brazos estaban a punto de desfallecer al soportar el peso de 12 kilos de la mochila pequeña. No sé por qué no paré para descansar un poco y retomar con más brío la marcha. Creo que lo sé y es que cuando estás en Eleonas la voluntad se multiplica y las dosis de positivismo nacen sin querer.

Cuando llegué ayer vi a algunos de los chavales en la gran tienda de juegos, donde ahora hay una gran red para jugar al voley. Reconocí a mis mejores amigos, Amir y Sorem de 13 años. Ambos salieron corriendo hacia mí para abrazarme. Sus abrazos me curaron el cansancio. Pero el que más me sorprendió fue el del niño que me tiró el brazalete a la cara.

Ayer dio un salto y me abrazó y apoyó su cabeza sobre mi pecho y así se quedó durante un minuto ante su sorpresa al verme: «¡You are here!», decía, «¡so good!». Por supuesto, le respondí afectuosamente, mientras llegaban más niños para abrazarme, entre ellos otro de 8 años que era experto profesional en tensar mis nervios, a quien le dedicaba una sobredosis de tranquilidad y que di por causa perdida. Sorprendido por mi presencia al reconocer mi cara, exhaló un «¡oh!» y se aupó sobre mí y le sostuve en brazos.

Todo cansancio desapareció.