A los que seguimos de cerca los conflictos planteados por las primeras autopistas del franquismo, no nos sorprende lo que ha venido sucediendo después. El libro negro de la autopista de la Costa Blanca (M. Gaviria, 1973) o El ´affair´ de las autopistas (B. Díaz Nosty, 1975) fueron en su momento dos alegatos críticos contra aquellos primeros proyectos.

La ley de Autopistas de 1972 ofrecía ventajas de todo tipo para el sector privado (beneficios fiscales, seguro de cambio, facilidades expropiatorias?) y en estos tiempos constitucionales se ha pasado a ese tótem denominado responsabilidad patrimonial de la Administración (RPA), un paraguas bajo el que se han cobijado algunos de los más disparatados proyectos y concesiones de servicios públicos. Una interesada aplicación del artículo 106 de la Constitución no ha hecho sino reforzar las garantías para negocios privados con dineros públicos, sin apenas riesgos. Ya ocurrió en la pasada década de los 80, cuando se rescataron seis autopistas de peaje en quiebra y se metieron en ese banco malo que se llamó Empresa Nacional de Autopistas (ENA).

Donde no hay peaje, es decir en la mayor parte de la red de autopistas/autovías (la mayor de Europa, 16.000 kilómetros, de los que solo 3.000 son de pago) el riesgo es asumido desde el principio por la Administración, sin intermediarios. La red está claramente infrautilizada (unas vías más que otras), entendiendo por tal la diferencia entre los tráficos que acoge y su capacidad, lo que resultaba perfectamente previsible desde el principio. Teniendo en cuenta que junto con las carreteras soportan el 90 % del transporte terrestre (una aberración más del sistema), quiere decir que esa infrautilización es estructural, y si nos atenemos a la tendencia marcada por la UE de trasvasar mercancías al ferrocarril, todavía será más acusada, aunque de momento, nuestro compromiso con la reducción de emisiones no ha dado ningún paso concreto en esa dirección.

Al basarse en previsiones intencionadamente exageradas, los negocios estaban condenados al fracaso público y, por tanto, al rescate de los intereses privados cuyos trucos son de sobra conocidos: distorsionando las previsiones de tráfico o los precios de las expropiaciones, cuantificando a la baja los costes de construcción. Hoy como ayer, se ha visto que era ahí donde estaba la clave del negocio. La tentación a recurrir, en épocas de arcas públicas flacas, a la colaboración privada en otros sectores, como la sanidad, ya sabemos de sobra a dónde conducen y cómo acaban. En cambio, cuando el negocio va bien, el Estado no tiene ningún reparo en prorrogar las concesiones, como viene ocurriendo con la AP7.

Y ya que estamos en el corredor mediterráneo, conviene no olvidar el último estropicio „aviso para navegantes„ que afecta al tramo ferroviario en concesión Figueres-Perpiñán, que incluye el túnel de El Pertús, inviable porque el tráfico de trenes es muy inferior al inicialmente previsto. Una vez liquidada la compañía concesionaria, los gobiernos español y francés se harán cargo de la gestión conjunta, después de pagar entre ambos 450 millones de euros. Conviene insistir una vez más, ya puestos, en que en ese corredor el conjunto de ejes del transporte está claramente infrautilizado y, por tanto, resulta otra temeridad apostar por la ampliación sin mesura de las redes actuales.

Volvamos a las autopistas, cuya red se ha ido construyendo, en buena parte, reproduciendo la de carreteras, una malla radial (el centro en Madrid, claro) heredada del siglo XIX. Los cambios económicos y políticos operados a partir de los años ochenta, así como el aumento de la sensibilidad ambiental, apenas se han reflejado en los planes estatales, empeñados en reforzar ese centralismo. Son los mismos errores (por usar un término benévolo) que dieron pie a la ocurrencia de la red de alta velocidad ferroviaria, errores que, por cierto, ya están siendo reconocidos (que no asumidos) por algunas instituciones y autores otrora entusiastas con el nuevo mito de la alta velocidad.

Conviene recordar que las carreteras y los ferrocarriles fueron en su momento, junto con los puertos, impulsores decisivos del progreso económico, social y cultural, pero a renglón seguido hay que decir que sus excesos se han vuelto en contra de ese progreso: no solo no han contribuido al desarrollo reciente, sino que han agudizado los efectos de la crisis, al extraer una cantidad ingente de recursos económicos que habrían sido determinantes en otros sectores, haciendo innecesarios los recortes sociales. Si capitalizamos las autopistas y añadimos la factura de la alta velocidad ferroviaria, la cifra es estratosférica, más de 70.000 millones de euros, similar al rescate bancario, el gran rescate. Una extracción de la que solo se han beneficiado las empresas de la oligarquía constructora y algunos intermediarios.

Esas garantías que ofrece el Estado para las autopistas son análogas a las que han dado soporte, por ejemplo, a la construcción de las centrales termonucleares en España, como bien explican M. Coderch y N. Almirón (El espejismo nuclear, 2008): no han sido aventuras empresariales puras, sino operaciones sin riesgo con el aval del Estado que respalda, subvenciona y asegura su construcción y explotación. Ninguna empresa, como tampoco en las autopistas, se habría aventurado a construir centrales nucleares „inviables en condiciones de libre mercado„ sin esa red protectora que formamos los contribuyentes. La suprema justificación interesada: se trata de proyectos de país, que no pueden abordar por sí mismas las empresas privadas.

El gran reto actual consiste en plantear, pensar y debatir qué hacemos con todo ese patrimonio público derrochador e infrautilizado. No se escucha, de momento, ninguna idea para abonar ese debate. Todo ello, dando por sentado que resulta rechazable continuar con las ampliaciones de la red, llámese AVE a Galicia, o nuestras más próximas A7 y V30, en lugar de priorizar las inversiones en el ferrocarril de uso general.