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Leer

Circula por las redes sociales un dicho que reza de este modo: «Los llaman gordos y enseguida se ponen a dieta; pero los llaman tontos y ninguno se pone a leer un libro». A lo mejor, en vez de tontos debería decir ignorantes. Pero para el caso, da lo mismo. La conclusión es que tontos, ignorantes o desganados, los lectores, los que deberían ser lectores en España, no leen.

Hay tres problemas en esta cuestión de la lectura. Por una parte, entristece que en Inglaterra, en Francia, en Estados Unidos la gente lea treinta o cuarenta veces más de lo que leemos en España. En segundo lugar, deberíamos definir quienes son en España los enemigos de los libros, los que al final nos impiden leer o nos distraen con otras ocupaciones que resultan más absorbentes. Finalmente, deberíamos decidir qué se debe hacer para corregir esta lacra de nuestra cultura.

Supongo que es solamente cuestión de convencer a los que no leen que la lectura, como todo en la vida, puede ser entretenida, apasionante o sencillamente aburrida. Como un partido de fútbol. Solo que presenciar un partido es cosa eminentemente pasiva. Y la lectura es un compromiso.

También, en lo que a mí respecta, deberíamos explicar la razón por la que los escritores seguimos escribiendo contra viento y marea. Seguimos haciendo este trabajo desgarrador, obsesivo, antisocial y solitario, el trabajo de toda una vida para que lean solo unos cuantos lo que hemos querido producir para unos miles. Desde esta mesa llena de aridez, producimos personajes tiernos o malvados, ensamblamos escenas cotidianas, anudamos amores y estertores. Dioses, creamos vida. Y las librerías rebosan de libros, las ferias de libros venden miles de títulos mezclados con rosas? para que la gente no los lea. Al reconocerme, un albañil me dijo una vez que tenía dos colecciones completas de los Premios Planeta; no sabía leer pero hacían bonito en su salón. La proporción de españoles que no leen ni un libro al año, ni uno, es tan brutal que no se entiende la razón por la que las editoriales siguen imprimiendo.

La sociedad española de la segunda mitad del siglo XX arrancó con un horrible déficit de censura, desprecio y sospecha por las ideas que pudieran imbuirnos los libros (cosas decadentes que venían de fuera). A ello se añadieron durante décadas el analfabetismo y la pobreza. Empezábamos bajo cero comparados con los países de nuestro entorno. Y además, en el colegio nos hacían leer «El Quijote», versión abreviada para niños. Me costó años recuperarme del trauma.

El hecho de que en Londres se vendan 50.000 ejemplares de una novela mientras que en Madrid apenas alcanza unos cientos tiene que ver sobre todo con el entrenamiento de la mente y la curiosidad que deben adquirir los niños en la tierna edad. Cuando empecé a leer «Los Piratas de la Malasia», la maravillosa serie de relatos de Emilio Salgari, tenía 9 años y aquello era el único alimento de mi fantasía. Nada competía entonces con los libros, ni la televisión, ni los ordenadores ni los móviles ni las redes sociales. Nada. No existían, por lo que, cuando por las tardes dejábamos de jugar a indios y cowboys, nos esperaba la lectura de página tras página de batallas y amores codo con codo con Sandokan, Tremalnaik, Yáñez y el malvado Brooke. Como Tom Sawyer. Como Jack London. Lo devorábamos todo.

Pero hoy el enemigo de la lectura es formidable, casi invencible. Y, como no es posible derrotarlo, tal vez sería mejor hacer causa común e introducir mediante él y a traición en el ánimo de los niños la necesidad de leer como si fuera un nuevo juego. ¿Pero cómo se puede convencer a los padres y a los profesores, cuando aquellos son los primeros culpables de la desidia?

Pues a mí no me parece demasiado ardua la tarea. No hace mucho, acudí invitado a un colegio de Palma para hablar a los niños de nueve y diez años. No había más que verlos: el aburrimiento por tener que escuchar las tonterías que dice un escritor, ¡un escritor, puf!, los tenía hundidos en la miseria. Entonces los invité a jugar un juego: entre todos construiríamos una aventura, arriesgadísima eso sí, de la que todos serían protagonistas. Iríamos desafiando los peligros y viajaríamos por la sierra de Tramuntana saltando de roca en roca; a los tres cuartos de hora estábamos escondiéndonos de los tuaregs entre las pirámides de Keops, Kefrén y Micerina y uno de los muchachos había descubierto un tesoro en la cámara mortuoria de Kefrén. Cada niño había aportado su dosis de invención. Entonces levanté una mano e interrumpí el relato. Dije «¿sabéis qué? Acabamos de escribir una novela"» No olvidaré la ilusión en sus rostros.

Ah, y hoy, el mejor salón de lectura está en un vagón del metro.

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