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Carne de psicoanálisis

Las maneras de Donald Trump son las de un autócrata que se adora a sí mismo y no tolera que le lleven la contraria. Sus reflejos de magnate estarán sometidos a implacable escrutinio hasta que la moral democrática le doble el codo. Mientras tanto, el síndrome verborréico y el recurso a las redes como arma personal van a jugarle malas pasadas. Es sintomático que su primera firma presidencial anule groseramente el Obamacare, aproximación de su antecesor a un modelo europeo de seguridad social sanitaria en el falso paraíso de los derechos humanos. Y, en sentido inverso, no lo es menos el intento de hacerse perdonar los insultos a la CIA tras la confirmación de que el colega Vladimir Putin hackeó material on line para su provecho electoral.

Es jocosa la rabieta por el cómputo de asistentes a su toma de posesión comparado a los de la primera jura de Barack Obama. Con la fotografía aérea, la cuantificación exacta es pan comido. Y el hecho insólito del millón largo de manifestantes mayoritariamente femeninas en su contra, contabilizado en Washington y otras ciudades del mundo, le ha sacado de quicio hasta el punto del ridículo. Lo curioso es que, además de presidente, se erija en portavoz de la presidencia para los resbaladizos desahogos del ego. En democracia, un político medianamente profesional huye de esto como de Satanás. Pero el nuevo líder del mundo libre (si es que pretende serlo con las fronteras cerradas y la abolición de los acuerdos globales) va de sobrado y es un bisoño.

Lo más grave para él es y será el enfrentamiento con los comunicadores más poderosos de su país, a quienes descalifica como «los más deshonestos del mundo» después de negarles la palaba en las últimas ruedas de prensa. Este choteo contra la libertad de información y de opinión le costará muy caro si no rectifica como en el caso de la CIA. Ser presidente de una democracia parlamentaria no confiere patente de intocable. La guerra personal contra la CNN, el New York Times y el Washington Post le llevará de cabeza al impeachment o destitución. Recuérdese a Richard Nixon y la cuerda floja en que Bill Clinton vió bailar su cargo. Bien pensado, sería estupendo que Trump perseverase en su guerra.

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