La actualidad internacional de la semana pasada estuvo presidida por dos acontecimientos que posiblemente marquen un giro en las políticas de globalización desarrolladas durante los últimos 30 años. Por una parte, el día 17 el presidente de la República Popular China, Xi Jingping, se dirigía a la humanidad desde la inauguración del Foro Económico de Davos; por la otra, el 45 presidente de Estados Unidos, Donald Trump, iniciaba su mandato como presidente. Si a primera vista ambos sucesos señalan la emergencia del dragón y el repliegue del águila „pues mientras el discurso de Jingping fue un sonoro canto a la apertura y la globalización, el de Trump (intitulado America first) anunció su empeño por enfatizar su acción de gobierno en resolver los crecientes problemas de la población estadounidense„ en realidad, ambos se encuentran ligados a la compleja globalización llevada a cabo durante las últimas décadas. De hecho, el presidente chino propugnaba una globalización con «características chinas», en la que las restricciones a las empresas extranjeras en aquel país sigue afectando a todos los sectores económicos, y el nuevo presidente de EE UU clamaba contra la globalización de las grandes compañías americanas, que habiendo trasladado su producción a otros países, y la mayor parte de sus beneficios a paraísos fiscales, no dejan a los americanos prácticamente ningún beneficio.

En los últimos años han surgido numerosos fenómenos (especialmente el nacimiento de partidos y movimientos antiglobalización y antiestablishment en Europa) que indican que esta primera globalización se ha construido sobre grandes desequilibrios, entre países, entre regiones, y entre personas pertenecientes a diferentes clases sociales y niveles educativos, generando, especialmente en el momento en que la sociedad se ha acostumbrado a sus ventajas, su rechazo por una parte importante de la población de los países occidentales. El traslado de gran parte del tejido productivo de los países europeos, primero a China y luego a países con mano de obra aún más barata, ha transformado el tejido social de los mismos. Las estructuras empresariales que contribuían a la economía con una buena gama de salarios han dejado paso a una estructura mucho más desigual, constituida por una parte por los beneficiados por los flujos de capital y la globalización de la producción, y por otra una clase mucho más uniforme y poco especializada, dedicada fundamentalmente al sector de los servicios.

No cabe duda de que China, junto con las grandes corporaciones multinacionales de Occidente, ha sido la gran beneficiada, guiada por unos gobiernos legitimados por su capacidad de generar bienestar económico entre sus ciudadanos. Los dirigentes chinos han sabido calcular de manera precisa su grado de participación en esta globalización para optar a los mayores beneficios y sufrir las menores contrariedades. Esto ha creado en los últimos años una serie de tensiones con Occidente, que mientras ve que las empresas y productos chinos tienen una casi completa libertad para operar y competir en los mercados de sus países, interminables normas a veces no relacionadas directamente con la economía, dificultan cada vez más sus actividades en el gigante asiático. Que este malestar económico ha dejado de ser monopolio de los sectores más desfavorecidos por la relocalización de los medios de producción lo tenemos en las declaraciones de este mismo mes por parte del presidente de la Cámara de Comercio americana en China, que concluía que el 81% de las compañías americanas sondeadas se sentía peor recibida en China, mientras que un 60 % de las mismas no tenía esperanza de que el país se abriera más en los próximos tres años, un mero eco de las declaraciones del presidente de similar organismo europeo el pasado mes de diciembre.

Estas quejas fueron recalcadas por el embajador alemán en China, Michael Clauss, que el pasado 17 de enero urgía a los líderes chinos que cumplieran sus promesas de abirse más a la inversión extranjera y proporcionaran a las compañías foráneas «un campo de juego nivelado». «Muchas compañías „manifestaba el embajador„ nos siguen diciendo que sus dificultades en esas áreas han aumentado. A menudo parece que en algún lugar al final de la línea las garantías políticas de proporcionar un tratamiento igualitario dejan paso a las tendencias proteccionistas».

Hay varios hechos que explican la coyuntura que estamos viviendo en este arranque del año 2017. El primero es la efectiva asunción de China de su papel como gran potencia. Durante 18 de los últimos 20 siglos, China ha sido siempre la mayor o una de las mayores potencias económicas, culturales y militares de nuestro planeta, liderazgo que por una confluencia de razones históricas se fue deteriorando a lo largo del siglo XIX hasta recibir el siglo XX con una sociedad semifeudal, semicolonial. Visto con un poco de perspectiva histórica, es normal que China, por su extensión y población, por su importancia económica y cultural, vuelva a ocupar ese puesto de gran potencia que le corresponde. Ese crecimiento en un mundo de fronteras ya consideradas inviolables está causando cierta tensión con sus vecinos, y con la otra gran potencia que debe ceder parte de su influencia para dejar sitio al recién llegado. Resistencia que se ha plasmado perfectamente en los litigios sobre las islas Diaoyu (Senkaku para Japón) con Tokio, y por los grupos de islotes esparcidos por el mar del Sur de China (con media docena de países de la zona y sobre todo con Estados Unidos). Por otra parte, el deterioro del ambiente económico mundial producido tras la crisis de 2008 está agudizando las tensiones económicas en el interior de China, y en el de sus principales socios económicos. Tensiones que se reflejan en las declaraciones de sus gobernantes y un apoyo cada vez mayor a las opciones políticas que proponen una defensa de las economías nacionales ante las amenazas de la globalización.

Y así, hemos escuchado estos últimos días un cruce de acusaciones en la llamada diplomacia de twitter, en la que Trump acusaba a China de ser un «manipulador de su moneda» „una acusación de larga raigambre que en nada se ajusta a la realidad del momento, en que China se está gastando una ingente cantidad de dinero para mantener el valor elevado de su yuan„, un «ladrón de los trabajos de los americanos» y otras semejantes que no dejan lugar a duda de su intención de transformar las relaciones económicas y políticas entre las dos superpotencias. Los dirigentes chinos han respondido con igual ardor a estas acusaciones, anunciándose vencedores de una posible guerra económica y otras posibles acciones que sólo llevarían a crecientes enfrentamientos.

El origen de esta confrontación se basa en unas concepciones propias y ajenas ancladas en un pasado que, no por reciente, se puede considerar ya menos lejano. Las tensiones políticas y las amenazas militares relacionadas con el acomodamiento de China en nuestro mundo como una gran superpotencia, desaparecerán de un plumazo el día que los gobernantes de los países occidentales reconozcan a China como tal. El que Pekín quiera hacerse con el control de una serie de islotes cuyo mayor valor, a falta de reservas confirmadas de hidrocarburos, es la posibilidad de controlar rutas de navegación por las que pasa un elevado porcentaje del comercio global, debe ser entendido cuando se considera que la mayor parte de ese comercio es precisamente de mercancías chinas.

En cuanto a los conflictos comerciales, los dirigentes chinos deben comprender que China ya no es la nación pobre a la que hasta hace muy pocos años financiaban (y todavía lo hacen) los gobiernos occidentales a través de sus ONGs, sino un país con regiones bien desarrolladas y con algunas de las compañías más poderosas del mundo, y que las demandas de Occidente por una apertura real del mercado chino a sus actividades van a ser un requisito necesario para que esa globalización propugnada en Davos se convierta en realidad. Mientras empresas y ciudadanos chinos puedan operar con total libertad en la mayoría de los mercados occidentales, comprando pisos, acciones y empresas, y las occidentales no puedan hacer lo mismo, las tensiones subsistirán. Mientras sectores económicos enteros, desde la prensa al cine, las comunicaciones o internet, estén efectivamente cerrados a empresas extranjeras, por unos motivos u otros, las tensiones subsistirán. Mientras cualquier acontecimiento político que desagrade al Gobierno chino se traduzca inmediatamente en sanciones comerciales, como las producidas con el salmón y otros productos noruegos tras el Nobel de la Paz a Liu Xiaobo o las recientemente anunciadas a Corea (por el anuncio de su escudo antimisiles con EE UU), la desconfianza se mantendrá. Mientras los ciudadanos de cualquiera de los países en los que emigrantes chinos trabajan y prosperan no tengan iguales derechos en cualquier lugar de China, la desconfianza crecerá.

Sólo unas relaciones internacionales basadas en el respeto y la reciprocidad podrán hacer que esta segunda ola de globalización, cuyo inicio ahora presenciamos, nos conduzca a un mundo más abierto, próspero, seguro y pacífico.