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El mundo de la teledemocracia

Les llaman populistas, pero seguramente les encajará mejor el atributo de telegénicos. Lo fue Silvio Berlusconi, que hasta poseía canales de televisión, y lo son ahora el americano Donald Trump, el español plurinacional Pablo Iglesias y el italiano Beppe Grillo, que es cómico y, por tanto, el más profesional de todos. Estamos ante el triunfo de la teledemocracia, sistema por el que el pueblo elige a sus representantes con el mando a distancia del aparato. Unos son de extrema derecha, los menos de extrema izquierda y todos de una extrema simplicidad en sus planteamientos. Es natural. La televisión no admite discursos largos ni ideas elaboradas que espantarían al público. Resulta mucho más útil a efectos de comunicación un buen eslogan acompañado de un vistoso golpe de flequillo o de coleta mientras el líder mira a la cámara. Trump, el de mayor éxito por ahora, fue criado a los pechos de la televisión, en la que ejerció sus dotes de presentador, actor de reality shows y organizador de concursos de mises con gran éxito. Lejos de restarle credibilidad, estas frivolidades le proporcionaron una dilatada fama que tal vez explique el voto de las decenas de millones de televidentes que lo alzaron a la presidencia del imperio. Lo que realmente importa es salir en la tele y dar bien en la pantalla, más que las agudezas que uno pueda soltar en el plató. Eso venía a sugerir aproximadamente el profesor Marshall McLuhan cuando hace un porrón de años teorizó que el medio (de comunicación) es en sí mismo el mensaje. Conscientes de ello, los líderes de la actual teledemocracia viven casi acampados en los estudios para garantizarse la aparición en los programas de mañana, tarde, noche y "late night".

Los réditos que obtienen luego en las urnas compensan sobradamente ese esfuerzo. La remuneración, no pequeña, se tasa en escaños, en alcaldías, en subvenciones y, para decirlo resumidamente, en poder. Los más afortunados llegan incluso a ganar el gordo de la Presidencia de Estados Unidos, pero ya se sabe que en ese enorme país es costumbre hacerlo todo a lo grande. Aquí, en las provincias transatlánticas de Washington, los teledemócratas han de conformarse por el momento con premios menores. Sorprende si acaso que sea la televisión, con lo vista que la tenemos, la que decida a estas alturas del tercer milenio quién es el que manda en el planeta. Más que votos, lo que cosechan ya los políticos es "share" y cuota de audiencia entre el electorado. Sesenta y dos millones de televotantes dieron el mando a Trump en Estados Unidos, pero tampoco son desdeñables los cinco millones que obtuvo Iglesias en España, los 8,6 millones de Beppe Grillo en Italia y los seis millones y medio del Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia. La llamada nueva política es, en realidad, un anacronismo. Mucho tuit, mucha red social y mucha modernidad tecnológica a nivel de usuario, pero lo que de verdad ha catapultado a sus promotores -llámense Trump, Le Pen o Iglesias- es un medio tan anciano como la tele. Ahí es donde le venden al público toda suerte de ungüentos y soluciones milagrosas de teletienda que inevitablemente acaban por chocar con la mucho menos telegénica realidad. Como el mal ya está hecho, sólo queda pedir que Trump nos coja confesados.

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