El papa Francisco nunca apoyó oficialmente a Donald Trump. Hillary Clinton tampoco se dedica a vender armas al Estado Islámico. Y su marido, el expresidente Bill Clinton, no mantiene un romance con Yoko Ono. Estos desmentidos, antes circularon como noticias creíbles en internet, y todas ellas procedían de la misma red social: Facebook. Las recientes elecciones presidenciales en EE UU destaparon el problema. La plataforma estaba copada de noticias políticas cuyo objetivo, lejos de la informar con veracidad, era decantar la balanza hacia sus fines partidistas. Según la web de información viral BuzzFeed, aproximadamente el 20 % de los mensajes de las páginas conservadoras de Facebook eran falsos o confusos; lo mismo ocurría con el 4,7 % de las noticias difundidas por páginas de izquierdas. ¿Los culpables? Todos nosotros.

Como usuarios, alimentamos el enjambre de comentarios que crece a medida que son leídos y compartidos entre nuestros contactos. Somos, en su cierta medida, influencers (usuarios con credibilidad) de nuestro propio entorno digital. Además, somos victimas de la burbuja de filtros de Facebook, la cual solo nos muestra información afín a nuestra ideología gracias al algoritmo de la plataforma que coteja nuestros me gusta. Y, sumado a todo ello, existe también una serie de nuevas plataformas tendenciosas, específicamente creadas para Facebook, como Occupy Democrats, Adiction Info o Right Wing News, que publican „sin filtro ni contraste„ enormes cantidades de posts entre sus millones de seguidores. Su objetivo es que la noticia se comparta a cualquier precio, y su gancho mediático (también afín a nuestro ideario) suele impactarnos de tal forma que tendemos a compartirlas, casi sin pensar.

Con todas estas interferencias, la desinformación está servida. Es el tiempo de lo que muchos llaman la posverdad, el tiempo de la noticias que, como afirma el editorial de The Economist, «se sienten como verdad» sin certificar lo que ocurre en la realidad. Cualquiera puede dedicarse a introducir fakes (noticias falsas) para manipular las tendencias de las redes. Léase, por ejemplo, el caso declarado de Paul Horner, periodista del News Examiner que vive de generar noticias falsas y que, según afirma, «gracias a éstas Trump está en la Casa Blanca». O el caso de los miles de partisanos pro-Trump de Macedonia, que se dedicaron a atacar a Hillary Clinton y al Partido Demócrata bombardeando Facebook con infinidad de fakes (el diario británico The Guardian encontró 150 páginas dedicadas a estas prácticas por todo el país).

Ante tal panorama, ¿qué hace Facebook para combatir la oleada de desinformación? Su patrón, Mark Zuckerberg, ha publicado una lista de siete medidas para controlar el problema. Las soluciones que propone van desde la inclusión de sistemas de prevención basados en algoritmos, a la formación de equipos de expertos externos para analizar y atajar la procedencia de los fakes. Pero también los usuarios de la red se han puesto las pilas. Algunos, como el activista Daniel Sieradski, lanzaron su propio programa para detectar noticias falsas en la plataforma. Su herramienta Bullshit detector comprobaba el origen de las noticias y las etiquetaba según su tipologia de falsedad (rumores, pseudociencia, grupo de odio, etcétera). Pero la cito en pasado porque Zuckerberg y su equipo, curiosamente, ya la han bloqueado. Y aquí es donde emerge el problema de fondo: Facebook no es un medio de noticias, es una red de comunicación; una empresa, al fin y al cabo con fines diferentes al periodismo. Y la delgada línea entre filtrar o censurar las noticias que se suben a la plataforma no parece funcionar tampoco en sus mismos términos éticos.