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Desconectarse del correo y el Whatsapp

Los inundan los derechos siendo el de nueva marca el de la desconexión que remite a interrumpir la comunicación con alguien que se halla ausente. Viene referida a la digital, es decir, al derecho que tiene el trabajador a poder hacer un corte de mangas o la peineta al correo electrónico y al Whatsapp no bien ha traspasado el dintel que separa la empresa del mundo civilizado. Entendiendo también por trabajador „aunque para algunos sea un exceso„ al catedrático que es víctima de peticiones y consultas de los alumnos incluso a altas horas de la noche.

¿Es necesario tener que reconocer tal derecho de una forma específica? Lo pregunto porque desde antiguo está acogido en las Constituciones el derecho a la intimidad y en ella se inscribe el alejamiento de las tabarras oficinescas para dejarse mecer por la lectura, la preparación de un bacalao al pil pil o un paseo por el parque a contemplar los cisnes. Sin excluir la entrega a la alegre paz de amar, que diría Goethe.

Con todo, al derecho a la desconexión debe dársele la bienvenida si por tal se entiende el derecho a olvidarnos del pelmazo. Es decir, que el currante tiene derecho a no verse importunado por el jefe fuera de las horas prosaicas en las que se practica el vicio oficinesco. Le asiste, pues, el derecho a vivir libre y como en un solemne abandono que él se encargará de llenar de distancias. Quien disfruta de tal derecho es persona bien constituida, que sabe conquistar las ocasiones envolviéndolas en retazos del pasado y sueños de futuro.

Sin embargo, uno observa es que hay muchos compatriotas que viven con complacencia la perversión laboral. Antiguamente, cuando uno viajaba, pongamos en tren, se llevaba el ABC y un bocadillo de salchichón y a ellos consagraba morosamente las horas que tardaba en llegar a Cuenca que, además, siempre estaba muy lejos. O compartía con unas monjas un delicioso bizcocho que habían hecho en el convento como medio de ganarse el favor divino.

Hoy día, ésta es una imagen descolorida por los desmayos misteriosos del tiempo. Pues lo normal es ver con espanto cómo el viajero abre el ordenador, enchufa el móvil, enciende la tableta, conecta un artilugio a la red eléctrica? reproduciendo así a la perfección el ambiente de la oficina en el que tan solo falta el retrato con la hijita en clase de equitación. Y lo malo no es advertir cómo este personaje desaprovecha el tren para acercarse a su mismidad o pensar en las musarañas sino „y aquí está la desvergüenza„ la forma que tiene de despachar los asuntos: a voces, perturbando a quienes se ven obligados a compartir con él vecindad, haciendo a todos partícipes de la prisa que tiene por ultimar la hoja de contabilidad, negociar un suministro de harina o abroncar a alguien. Yo he llegado a oír el ajuste de unos toros para una corrida.

¡Ah, de este personaje odioso es del que yo querría desconectar! De manera que no consideraré jamás bien configurado este nuevo derecho si no se me permite atizar un buen sopapo a ese tipo de cargantes hechuras que lleva su oficina al vagón del tren y desde él tramita, barritando como un proboscidio, el despacho urgente de un pedido de rodamientos.

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