La madrugada del día 27 de diciembre de 1990, horas antes de inaugurar el Gúlliver, Manolo Martín y yo lo mirábamos desde el pretil con agotamiento.

„ Ya está „dijo Manolo„.

„De verdad no estará hasta que se llene de niños „le contesté yo„ . Luego nos abrazamos.

A las 12.00, cuando se abrieron las puertas y el gigante fue gigante, y los niños fueron niños, supimos que funcionaba, aunque no sospechamos que sería el lugar preferido de críos y crías durante más de 25 años. Ese fue un premio que nos tenía reservada la ciudadanía menuda, esa gran olvidada desde siempre en la ciudad. No queríamos un parque temático, ni artilugios mecánicos ni normas preestablecidas. Queríamos un espacio infantil, donde los pequeños reinaran sin ninguna duda, donde los juegos se multiplicaran y cada visita fuera diferente, donde las barreras entre las edades se diluyeran.

Si de verdad el espacio público es el lugar de la libertad y del intercambio, el sitio del encuentro y del mestizaje, necesariamente hemos de hacer proyectos que desborden los límites establecidos y que los más pequeños los hagan suyos habitándolos plenamente. El espacio público ha de ser accesible (es decir, sin obstáculos para llegar), ha de ser comprensible (es decir, se ha de entender la escala, la sugerencia, incluso la sorpresa que no ve) y ha de ser disfrutable (es decir, el público tiene derecho a vivirlo, a jugar, a sonreír). Y, ¿qué dicen los niños? "Los niños claro que tenemos necesidades, lo que pasa es que los mayores no las saben". «No me gusta ir al parque porque hay un banco en el que se sienta mi abuelo, y está todo el rato mirándome». Ellos hablan, pero no escuchamos.

Por eso importa la participación, la conversación, y la comprensión de los sueños de la ciudadanía, protagonistas de cualquier historia urbana. Pero hablamos de las necesidades de hoy, de esta vida apasionante, «mientras» llega el futuro.

Y ahí es donde aparece la magia. Si diseñamos pensando en los niños, mejora la ciudad para todos. Como dicen Saravia y Gigosos en su libro «Urbanismo para náufragos», pensar en los más necesitados, en los últimos de la fila, es mejorar las condiciones de vida de toda la ciudadanía, porque no excluimos sino integramos, porque propiciamos la mezcla, el mestizaje, y ahí es donde nacen con más facilidad valores como la solidaridad, la tolerancia, el aprendizaje de la vida en común.

Los niños son el termómetro de nuestra calidad de vida. Niños felices propician comunidades felices, donde el juego y la risa son instrumentos de convivencia que los adultos olvidamos con excesiva facilidad consumidos por la urgencia, la prisa y la rentabilidad. Estamos necesitados de fantasía, de imaginación, de creatividad, de esa sencillez que aporta la infancia al percibir las cosas desde otro punto de vista, invisible para nosotros.