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Pobres, pero con sentido del espectáculo

No es que quiera regodearme en que teníamos razón, pero, en fin, teníamos razón. Y mira que lo dijimos. Que el empleo juvenil era un pozo de miseria. Que resultaba imposible conseguir un salario digno. Que las condiciones que encontrábamos los recién llegados al mercado laboral nos abocaban a proyectos vitales precarios e inestables. Pues nada, ni caso. Se ve que a algunos sensatos eruditos no les acaba de llegar el mensaje. Al final, ha tenido que aparecer el Banco de España a comentar que entre 2011 y 2014 la riqueza de los menores de 35 años se despeñó un 93 % y la renta un 22 % (casi un cuarto, amigos) para que esos clarividentes expertos descubran la sopa de ajo.

¡Oh, vaya, la alegre muchachada se ha vuelto mucho más pobre en los últimos cinco años! ¡La brecha generacional se está convirtiendo en el Gran Cañón del Colorado! Sorpresa total, me dejas muerta, chica. Claro, que los propios afectados lleváramos eones denunciando que se nos hundían los cimientos de la existencia no les había hecho sospechar nada. Nos contestaban desde sus púlpitos institucionales y sus solemnes tribunas de gente sabia con sandeces sobre que éramos unos vagos y unos malcriados, que no teníamos espíritu de sacrificio ni ganas de esforzarnos. Que debíamos mejorar nuestra empleabilidad, como si así el trabajo fuera a brotar de los albaricoqueros. O todo lo contrario, nos intentaban vender la cabra de lo preparados que estábamos y el talento que teníamos, a ver si montábamos una mercería de diseño o emigrábamos a Alemania y nos callábamos la boca de una vez. También estaban los que nos consideraban unos irresponsables sin ganas de madurar por no habernos inmolado en el sagrado altar de las hipotecas. A ver quién no va a intentar pagarse un piso con esos sueldazos de 400 euros y esos contratos de dos meses.

En realidad, la mezcla de loas y palos a los trabajadores jóvenes siempre me resultó muy divertida. Éramos maravillosos y despreciables al mismo tiempo. Teníamos todo de nuestra parte para emprender un proyecto innovador con el que triunfar, pero también éramos unos inútiles incapaces de aprender alemán y kazajo para abrir nuevas posibilidades de negocio. Quejicas y protestones a la par que apáticos abducidos por los móviles, todo el día dándole a la maquinita. Menos mal que, como decía, los señores del Banco de España nos han vuelto a dar una palmadita en la espalda, «Es verdad, chavales, estáis cubiertos de fango, venga, suerte».

Eso sí, una cosa hay que reconocerle a mi generación, cuando nos ponemos con algo, lo hacemos a lo grande. Un 93 por ciento de pérdida de recursos, chatos. Un nueve y un tres ahí bien juntitos. Que se te llena la boca al decirlo. Porque descubrir que nos hemos empobrecido, yo qué sé, un 3 por ciento pues te deja un poco tibio, un 17 por ciento alarma, pero bueno, podría ser peor. En cambio, un 93 por ciento es una cifra imponente, majestuosa. Así somos los jóvenes contemporáneos, tenemos mucho sentido del espectáculo.

Cualquiera vale para ser clase media, con su segunda residencia en la playa y sus dos monovolúmenes, pero revolcarse colectivamente en el pauperismo es todo un arte. Mira, a lo mejor sí que tenían razón con lo del talento juvenil.

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