Estados Unidos nunca había sido el problema. Durante décadas y a pesar de inevitables vaivenes y sorpresas (como la llegada al poder de algún actor de Hollywood, de otro que inventó regímenes de detención ilegales para sospechosos de terrorismo yihadista o incluso a pesar del lanzamiento por parte de algún presidente norteamericano de operaciones militares unilaterales sin respaldo de Naciones Unidas) el país parecía ser una potencia hegemónica bastante previsible para el mundo, en general, y fiable como socio para Europa, en particular.

Hasta el momento me había negado a escribir sobre el nuevo inquilino de la Casa Blanca por dos razones. La primera, porque pensaba, como muchos, que había que darle una oportunidad para cambiar la agresiva retórica que lo aupó hasta la presidencia del país y dulcificar el tono de sus mensajes (creía ingenuamente que había que darle un voto de confianza). La segunda, porque resultaba excesivamente fácil convertirlo en blanco de críticas. Su gesto arrogante y desafiante, sus ideas infantiles y lineales, su discurso hiriente y revanchista, su mirada determinada y agresiva, sus promesas electorales ofensivas y chulescas€, todo me llevaba a observar con curiosidad al personaje pero desde la distancia, dejando que fueran otros cronistas más informados los que glosaran las hazañas de este (ya) líder mundial que parece directamente salido de un cómic.

Sin embargo, finalmente me ha resultado imposible sustraerme a este ejercicio en vista de la decisión de Donald Trump de cumplir, ya en la primera semana de su mandato, su promesa electoral de construir un muro de separación entre México y EE UU a cuenta del erario público de los propios perjudicados. El creciente número de ocasiones en que Trump está dando lugar a irritación, indignación y asqueo, tanto entre los propios ciudadanos de EE UU como entre los del resto de países del mundo, ha tenido para mí su guinda en esta polémica medida.

La construcción de un muro de separación con México que, además, debería sufragar este país, se antojaba como una promesa ridícula y humillante pero que quedaría en agua de borrajas en cuanto Trump llegara al poder. Pero no. Trump es tan lineal como para que ésta haya sido justamente una de las primeras de sus propuestas que el nuevo gobierno pretende llevar a cabo.

Se dice de Donald Trump que es el primer presidente de EE UU que no tiene experiencia política previa. Esto en sí no es un problema pero, si tal es el caso, alguien debería haberle aconsejado recibir cursos de preparación en diplomacia, técnicas de negociación, relaciones internacionales y en buenos oficios antes del comienzo de su Administración. En relaciones internacionales (y en buena lógica) uno no empieza su mandato enfrentándose a otros Estados aliados, y menos aún si se trata de un país vecino. Por si había alguna duda sobre la determinación de sus intenciones, Trump se permitió la indelicadeza de aconsejar al presidente mexicano abstenerse de acudir a la reunión oficial prevista entre ambos mandatarios para la próxima semana si no piensa costear el muro. ¿Se ha creído que sigue al frente de su imperio empresarial y que puede chantajear de esta manera a un líder estatal democráticamente elegido? ¿Se ha creído que puede dar lecciones y castigar unilateralmente al presidente de otro país? Trump no es consciente de que ha cambiado de liga, que ya no está (¡creo!) al frente de un holding. Sin embargo, no puedo menos que imaginar cuál debe haber sido su estilo como hombre de negocios y su relación con otras empresas. Por no decir cuánto me alegro de no haber sido nunca empleada suya.

El presidente mexicano, Peña Nieto, ha contestado „como no podía ser de otro modo„ declinando la invitación a acudir a la primera reunión conjunta prevista entre ambos mandatarios. La medida anunciada de gravar con un impuesto especial las importaciones de México que entren en EE UU añade leña al fuego y muestra a las claras la fijación del personaje histriónico por salirse con la suya de modo unilateral, sin discusión y sin dar pie a razonar y dialogar.

La medida en sí asusta en pleno siglo XXI. La construcción de un muro de separación en plena América recuerda peligrosamente al que Israel ha construido en territorios palestinos ocupados. Hasta aquí la comparación entre ambos muros, porque parto de la base de que no se le ocurrirá al presidente Trump levantarlo en territorio mexicano, sino en la frontera entre ambos Estados (porque€ no se le ocurrirá, ¿verdad?). Sin embargo, creer que un muro disuadirá a los mexicanos o al resto de ciudadanos de Estados del sur de ese continente de intentar buscarse la vida en el país del sueño americano es como mínimo naif. La medida sólo convertirá en más lucrativo el negocio del tráfico de personas en la región e incluso producirá la aparición de más mafias especializadas en la trata de seres humanos.

La única política que puede disuadir a los habitantes de otros países americanos de querer entrar ilegalmente en EE UU es una política de acuerdos comerciales y cooperación al desarrollo que, a medio plazo, contribuya a mejorar su nivel de vida y que les anime a permanecer en sus países de origen. Una política comercial activa y proactiva sí puede hacer que descienda el número de inmigrantes no regulares que pretenden alcanzar territorio de EE UU. Sin embargo, tampoco parece que sean buenos tiempos para la lírica en este sentido dado el proteccionismo más que anunciado de la nueva Administración. Vista la reciente denuncia por parte de Trump del acuerdo transpacífico de cooperación económica y la sospecha de que pronto exija también una revisión del tratado homólogo que tiene suscrito con EE UU y Canadá (el acuerdo Nafta) nada hace pensar que pueda ser un hombre de Estado y un visionario capaz de diseñar una política comercial (y, por ende, migratoria) que resulte coherente, lógica, responsable, humanitaria y beneficiosa para todos los implicados. Todo lo demás „como levantar kilométricos muros y vigilarlos a punta de pistola„ es intentar poner puertas al campo y genera una mala relación bilateral, además de no servir para nada. Además, vista la implicación del yerno del flamante nuevo presidente en la construcción de viviendas en los territorios ocupados de Israel, una teme que en la construcción del nuevo muro puedan llegar a participar empresas el grupo Trump, aunque sea de manera solapada o subrepticia.

¿Egocentrismo?, ¿complejo de superioridad?, ¿narcisismo?, ¿desprecio al otro?, ¿endiosamiento?... Aún estoy pensando qué palabra es la que mejor define al actual presidente de EE UU. Me consta que muchos de sus votantes se arrepienten y se echan las manos a la cabeza. También me consta en que confían en que la Cámara de Representantes pueda parar los pies a la nueva Administración, si es necesario y que ejerza de auténtico contrapoder. Sólo nos queda esperar y ver, pero los tiempos que se avecinan no parece que vayan a ser precisamente de estabilidad ni tranquilidad.