No me da miedo Pablo Iglesias. No siempre ha sido así. Podemos no es un movimiento, ni ha sido un partido político hasta que el resultado de las elecciones de 26 de junio les forzó a ello. Podemos fue concebida en origen como una clásica maniobra de asalto al poder. Con un discurso que sus promotores afirmaban iba dirigido a idealistas y soñadores, para ocultar que en realidad apuntaba a ingenuos y resentidos, pretendían asaltar la Moncloa. Una vez instalados en ella se perpetuarían por el procedimiento de ir limitando paulatinamente las libertades de los españoles. Todo ello, con la manida excusa de instaurar un nuevo régimen y atribuyéndose en exclusiva la condición de intérpretes de la voluntad popular. Nada que no hayamos visto anteriormente en decenas de ocasiones desde la toma del Palacio de Invierno. Comprendo que habrá quien piense que exagero, pero el día que escuché a Iglesias afirmar que había que controlar a los medios de comunicación y que jueces y fiscales debían acreditar su compromiso con los postulados podemitas, no sé a ustedes, pero a mi se me hizo la luz, descubrí la zarza ardiente.

El asunto se torció el día en que la operación de asalto al poder, lo del cielo, nunca pasó de ser un adorno torero, fracasó por falta de votos. ¡Sic transit gloria mundi!, así de artera es la democracia burguesa. Esto ha resultado trágico para la organización por varias razones. En primer lugar, por el factor tiempo. La operación tenía mucho de oportunista, dependía en gran medida de coincidir y aprovechar un período de profunda crisis económica y esta cuestión va remitiendo. El tic tac juega ahora en su contra. En segundo lugar, el patinazo electoral „no hay revolución que resista el roce con las urnas„ les obligó a transformarse en un partido político más del espectro parlamentario. Su grado de identificación con el régimen que pretendían derribar ha sido tal, que les ha faltado el tiempo para adoptar la peor cara del sistema de partidos. Hemos visto en año y medio pucherazos, clientelismo, purgas, corruptelas, ambiciones desbocadas, enfrentamientos, divisiones fratricidas y descarnadas luchas por el poder; no se han dejado nada en el tintero. Por último, nos han bastado unos meses para ir conociendo a los personajes, especialmente a su secretario general, que ha resultado ser otro extremista de izquierdas como tantos que en la historia han sido, mesiánico, narcisista hasta el extremo, autoritario hasta decir basta, algo cursi e intelectualmente frágil.

Pero lo de Íñigo Errejón es harina de otro costal. No se equivoquen, comparten el mismo origen y persiguen los mismos objetivos. La diferencia estriba en la táctica y las formas, pero no olviden que ambas cuestiones son vitales en política. Pablo es más de Robespierre y un decidido fan del terror e Iñigo tira mas a Dantón y al pragmatismo, pero los dos votaron a favor de guillotinar a Luis XVI y los dos acabaron su carrera en el cadalso de la Plaza de la Concordia.

Tácticamente, Errejón quiere moverse en lo que yo llamo el eje Robin Hood, aquel que pretende que el ciudadano se posicione políticamente en función de la dicotomía ricos-pobres, casta-gente, etcétera. Iglesias prefiere situar al partido en el eje clásico izquierda-derecha. En el primero, todo el espacio es para Podemos, no tiene competidor por mas que sea la vieja fórmula de la lucha de clases que irremediablemente conducirá a la dictadura del proletariado. El segundo, en cambio, está concurridísimo y los espacios se achican y más que se van a achicar a poco que se recupere el PSOE.

Por eso, a mi quien me da miedo es Errejón. Podemos es profundamente artificial, un diseño de laboratorio, humo en definitiva y las formas y las tácticas de este señor facilitan sobremanera la venta del humo y amplían el número de potenciales víctimas. Ahí se esconde la razón de mis temores que espero ver despejados en Vistalegre. Ya sé que es poco elegante hablar de terceros, pero qué quieren que les diga, me pasa como a Oscar Wilde, lo resisto todo menos la tentación.