La sociedad y sus agentes -políticos, líderes sociales o periodistas-, andan tan ayunos de teoría, masacrada por las urgencias y costumbres del sentimentalismo, que si encuentran en almoneda alguna expresión que, pareciendo brillante quepa en un tuit, se adhieren a ella dándole patente de certeza. Así, paradójicamente, la profusión, con usos ambiguos, del término "post-verdad". Afirmar que es verdad que vivimos en la post-verdad es una falacia insoportable que anula su pretendida capacidad analítica para reducirla a avispada ocurrencia de tertulia. Debe ser así porque la idea misma de verdad incorpora al relato de lo cotidiano un factor moral. Sin embargo está por demostrar que la verdad sea un valor ético absoluto, para todo momento y en toda situación. Quizá la mentira sea siempre mala, pero eso no hace a la verdad siempre buena. Porque es cierto que la verdad es la misma para Agamenón y su porquero pero, a la vez, el mismo poeta nos advirtió de los riesgos de totalizar la verdad, sin advertir que cada cual puede tener "su" verdad y que la paz cívica, a veces, sólo se alcanza conciliando verdades -no mentiras, eso es cierto-.

Más importante me parece indagar si vivimos en la sociedad de la "post-realidad". Esta idea podría alcanzar dos significados. El primero sería el regreso al surrealismo. Y cierto es el crecimiento de la sensación del dejà vu o de las experiencias ambiguamente oníricas intercaladas con los trabajos y los días. Pero me parece que eso es entretenido pero más bien aparencial, circunstancial. Al fin y al cabo un resultado estrepitoso de la crisis es el secuestro de la imaginación social y política, que permite la reproducción del pensamiento conservador, incluso adaptado a los programas formalmente de izquierdas. Por ello la fórmula esencial de la post-realidad es el hiperrealismo. Trump es el mejor ejemplo. Trump me da mucho miedo, pues está en condiciones de ser el tipo más peligroso de la Historia desde que nos dejó Hitler, con permiso de Stalin y Mao. Pero aparte de las indignaciones que nos impone cada día, me preocupa sobremanera que él y sus adalides europeos coincidan en sus mensajes con muchas de las cosas con las que la izquierda ha construido su crítica en los últimos años. Y esa es una parte de la realidad angustiosa que nos invade. Como casi nadie lo va a aceptar, el Trump super-real campará a sus anchas: pobre ameba intelectual, podrá seguir encontrando compañías efervescentes en el sentido común meritocrático instalado en variadas franjas sociales y predicado por tertulianos y sesudos humoristas dispuestos a asesinar todo vestigio de antigua política -que tantas cosas decentes tenía- y a la casta política toda -incluida la recién incorporada-. Incluso le viene muy bien que le conviertan en símbolo de maldad: su popularidad crecerá entre sus adictos. Veremos pronto sus posters: un Che Guevara inverso y provocativo. Su omnipresencia demoniaca será la que le permita negar los fragmentos de realidad que le incomoden y al dolor físico que cause le seguirá una metafísica de lo abstracto en la que podrá cultivar más fragmentos de su realidad innegociable. Porque al Trump hiperreal es más fácil definirlo con adjetivos que con sustantivos. Mala cosa.

Estos son los caminos de negación de lo real. Cuando los tiempos se han vuelto duros de verdad, cuando impera el miedo, toda una forma de hacer política, basada en lo identitario light, en la glosa de lo anecdótico, en la imitación de los programas rosas y en la confusión entre hacer ruido y subvertir lo existente, se pone en entredicho. La programación de trincheras, la definición precisa de logísticas, el trabajo de contención a largo plazo, la incursión en el campo enemigo con comandos de extenso alcance bien pertrechados y la capacidad para adaptarse a los nuevos tiempos, no están aún en el programa. La realidad ya no es lo que era. Porque mientras bastaba con acusar de mentir a los adversarios y "al sistema" las cosas eran fáciles pues siempre quedaba a salvo la superioridad moral. Pero ahora la cosa se pone peliaguda, porque los trumpistas y tramposos se caracterizan por no aceptar la realidad, por convertir en realidad una voluntad de hierro chapado de oro. No les cabe el debate sobre lo verdadero/falso. Hay una "realidad otra" flotando en el ambiente, cabalgando en discursos, contaminando la definición de lo político. Negarla no supondrá vencerla. Lo urgente es comprenderla. Usted, yo, todos o casi todos, somos post-reales. Muchos lo desearon, sin saberlo, desde hace mucho tiempo, cuando se conformaban con sembrar los campos con la corrección política y la distinción formalista entre buenos y malos. Aprender a andar en la niebla y rediseñar los campos de alianzas nos va a costar lo suyo. Hagámonos el ánimo. Bauman ha muerto justo cuando alumbra la sociedad gaseosa.

*Conseller de Transparencia, Responsabilidad Social, Participación y Cooperación