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Trump contra Trump

En su célebre discurso de Gettysburg, el Presidente Abraham Lincoln sostuvo que la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Pues bien, los electores son ese pueblo que en noviembre del año pasado llevó a un zafio y prepotente magnate como Donald J. Trump a la Casa Blanca. ¿Hay que considerar masoquistas a los votantes estadounidenses? Bueno, el masoquismo no resulta precisamente una rareza en política, pero en este caso, como en tantos otros que vieron el encumbramiento de líderes populistas, lo que los electores han querido designar es un mago: alguien que desvíe el curso de la Historia y haga más grande a América, según rezaba el eslogan de campaña de Trump. O sea, 1) que revierta la dinámica de la pérdida de la identidad americana por causa de la inmigración y de la consiguiente erosión del núcleo "wasp" (blanco, anglosajón, protestante) sobre el que se cimentó el país desde sus orígenes, y 2) que ponga fin a la disminución de la calidad de los empleos de las clases obrera y media a consecuencia tanto de la Gran Recesión como de la globalización, con su libertad de comercio y su deslocalización de empresas.

¿Simplismo de gente bruta, que se atiborra de cerveza, hamburguesas y pizzas durante la retransmisión televisiva de la Super Bowl? En 2004, pocos años después del 11-S y pocos años antes de la gran crisis económica, un eminente politólogo, Samuel P. Huntington, publicó "¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense" (Ediciones Paidós lo tradujo inmediatamente al español). Huntington defiende en este libro -escribía yo por entonces, tras una lectura que me dejó impactado-- la preservación del credo nacional americano frente a las amenazas que sobre él se ciernen. Ese credo, nos explica, fue el producto de la cultura angloprotestante característica de los colonos fundadores de Estados Unidos en los siglos XVII y XVIII. Los elementos clave de dicha cultura son la lengua inglesa, el cristianismo, los conceptos ingleses de imperio de la ley, responsabilidad de los gobernantes y derechos de los individuos, y los valores de los disidentes religiosos (el individualismo, la igualdad, la ética del trabajo). Tal viene a ser el credo que sostiene la identidad nacional estadounidense. Una identidad erosionada desde finales del siglo XX por los siguientes factores: 1) un multiculturalismo exacerbado, estimulado por decididas políticas públicas; 2) la tendencia de los nuevos emigrantes a mantener fuertemente sus vínculos anteriores y, por tanto, a poseer identidades, lealtades y ciudadanías duales; 3) la transformación de Estados Unidos en una sociedad bilingüe y bicultural por obra de una inmigración mayoritariamente mexicana; y 4) la desnacionalización de unas élites cada vez más cosmopolitas y transnacionales. En opinión de Huntington, el multiculturalismo es, en su esencia, civilización antieuropea, y la inmigración sin asimilación resulta imposible de soportar de manera indefinida. No cabe convertirse en norteamericano y continuar comprometido con un sistema político, económico y social diferente, propio del país de origen. Eso no es integrarse, sino actuar como una diáspora. Finalmente, un Estados Unidos multicultural se convertirá, con el tiempo, en un Estados Unidos "multicredal", en el que los colectivos de culturas diferentes propugnarán valores políticos distintos y principios arraigados en sus culturas particulares. ¿Ven ustedes el suelo ideológico y sentimental sobre el que se asienta el trumpismo? La obra de Huntington, por lo demás magnífica y de recomendable lectura, refleja la viva inquietud de una cultura matriz que se sabe desbordada, se siente amenazada y se rebela radicalizada.

Naturalmente, el mandato presidencial del nacionalista Trump, a contracorriente del fenómeno imparable de la globalización, puede originar grandes destrozos en su país y en el mundo. Es más: se trata de una aventura reaccionaria opuesta a los intereses multinacionales de la clase dominante norteamericana. Por si ello fuera poco, Trump chocará frontalmente con la élite política profesional (empezando por la de su propio y reticente partido), a la que es totalmente ajeno por oficio y por modales. El nuevo Presidente quiere liderar a los Estados Unidos con el mismo estilo con el que dirige sus negocios, dirección que, siguiendo el modelo Berlusconi, sólo nominalmente dejará en otras manos. Por ello, 1) incurrirá sin duda alguna en conflictos de intereses; 2) ninguneará a su propio Gobierno para primar, en el proceso de decisión política, a la familia y los amigos; 3) más pronto que tarde concluirá por infringir las leyes y se topará con la justicia.

Donald Trump es, en suma, su peor enemigo, porque se trata de un jugador que no respeta las reglas. "Temo a las pasiones mucho más que a los intereses", decía el filósofo Alain, y Trump es la pasión en estado puro, invadido como está por la pulsión de dominar y de regodearse en el dominio. Alain, siempre desconfiado hacia el poder, sentenciaba en otro de sus escritos: "el rasgo más visible del hombre justo es no pretender gobernar a otros, y querer únicamente gobernarse a sí mismo. Esto lo decide todo. Es tanto como decir que gobernarán los peores".

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