A la Historia, con mayúscula, le sientan bien las paradojas, los bucles y el déjà vu. Este domingo en Madrid va a haber espectáculo del gordo. En un congreso se entronizará a Mariano Rajoy, que todavía no se cree la pirueta por la que sigue en el poder, y en el otro, el sicodrama está servido entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón junto a sus respectivas guardias personales. La paradoja es que Rajoy será aclamado en la Caja Mágica mientras Iglesias, el hombre que pudo evitarlo, se columpiará en Vistalegre II. La nueva política es un fenómeno estratosférico que convierte lo emergente en viejo, y lo viejo en momia, a una velocidad superior a la de la luz.

Lo que vamos a presenciar en las próximas horas tiene su origen en la negativa del pablismo a la investidura de Pedro Sánchez hace un año. No es cierto que el cristo de Podemos se deba a una pelea de gallos entre sus líderes, como insiste la mayor parte de los analistas miopes de Madrid. Lo que se dirime es, además de la pluralidad en la dirección de Podemos, la posibilidad de pactar incluso con Ciudadanos para desalojar al PP del poder en la próxima ocasión que se presente. Los de Iglesias, Echenique e IU dicen que no. Los errejonistas, las confluencias y el nuevo PSOE que se adivina dicen que sí. Este fin de semana, por tanto, hay varios partidos en juego por la gobernabilidad del país.

Esta división en la izquierda viene de lejos. De tan lejos como que forma parte de un arquetipo humano: ir al grano o dando un rodeo para cambiar las cosas. Históricamente esta pugna data de 1864 cuando Marx y Bakunin se batieron en la Primera Internacional. Desde entonces, en los partidos trasformadores siempre ha habido como mínimo dos posiciones: la directa, que corre el riesgo de convertirse en dictadura, y la pragmática, que corre el riesgo de diluirse en los partidos más moderadas con los que pacta. Ninguna ha triunfado. La derecha, mientras tanto, se fuma un puro porque sabe que mientras se lo fuma hace caja y sirve al capital.

Si yo fuera de Podemos, seguramente no tendría valor para escribir este artículo. Pero sí que me plantearía la siguiente cuestión: con 5 millones de votos, ¿merece la pena retrasar el nuevo salario mínimo, el subsidio de paro, la revalorización de las pensiones, la rebaja de la luz, los impuestos suntuarios, la acogida de inmigrantes o la igualdad de la mujer hasta que gobernemos solos y no necesitemos a nadie más? ¿Sí o no? Esa es la cuestión.