La muerte de Tzvetan Todorov, cuyas reflexiones tanto me han influido sin duda porque, como él, me siento un «homme dépaysé» (un hombre sin país, como tituló el original de su conocido libro), me invita a pensar en el regreso al primer plano de los sentimientos nacionalistas en todo el mundo occidental. Han regresado las banderas. Nunca había visto ondear tantas. Banderas que se exhiben, que se esgrimen, casi siempre contra algo y casi siempre contra alguien. Nunca me gustaron porque la historia me ha enseñado que cuando hay demasiadas banderas el discurso del odio gana adeptos, la convivencia se enrarece y la cohesión social y la democracia representativa de debilitan.

Las cosas no están bien en el seno de nuestras sociedades occidentales. Hay un gran descontento social. Los hechos así lo indican. Las causas son conocidas y vienen de muy atrás, de la década de los ochenta del siglo XX. Eran los tiempos alegres en los que tras la caída del muro de Berlín algunos pensaron que era el momento de iniciar el camino de la globalización en clave neoliberal abandonando consensos, dejando atrás el viejo (?) contrato social keynesiano, desregulando y liberalizando, mercantilizando servicios públicos, precarizando decenas de millones de vidas en occidente y consolidando un modelo de capitalismo de saquear y huir. Las élites se separaron de las democracias de masas. Se alejaron del contrato social que tanto bienestar trajo a millones de personas. Los Estados quedaron pequeños para mercados que pensaban y explotaban a escala global. Y aquella agenda, junto a los cambios tecnológicos, sirvió para mejorar la vida de millones de personas en muchas partes del mundo, no solo en el Pacífico, pero ha afectado de forma negativa a unas sociedades occidentales en las que han aumentado las desigualdades y las fracturas sociales.

Los efectos regionales y locales de la desindustrialización son evidentes y muchos ciudadanos, en paro o precarizados, ya no confían en partidos tradicionales y en todo lo que representa el establishment; el rechazo al diferente se acentúa, de modo que no solo ven como adversario a la élites que les han abandonado, sino al diferente de al lado al que perciben como competidor o enemigo, cuando no como peligro. A eso se suma la sensación de incertidumbre y temor al futuro, no solo entre los perdedores de la globalización, sino entre amplias capas medias de insiders que tienen miedo a perder lo que ahora tienen y querrían mantener para sus hijos. Los efectos sociales de la gran recesión y de las políticas austeritarias no han hecho más que agravar esa situación.

A las fracturas sociales le han seguido las fracturas políticas. A la secesión de las élites y su forma de entender la globalización le ha sucedido la revuelta de las masas en las democracias occidentales contra todo aquello que represente el sistema. Contra las élites, contra la globalización, contra los inmigrantes, contra la Unión Europea, contra los partidos tradicionales, contra los medios de comunicación, contra los expertos. Se ha formado un amplio conglomerado de ciudadanos que no confía en que el sistema se ocupe de ellos y recupere el control de la soberanía de sus respectivos países. Porque las personas viven, actúan y piensan a escala estatal y local. Y en el seno de nuestras sociedades hay percepciones que se han abierto camino: incertidumbre, inseguridad, temor, desconfianza€ y odio. No hay más que acercarse a algunos estudios solventes como la encuesta electoral francesa que prepara Ipsos para Francia o el 2017 Edelman Trust Barometer para hacerse una idea cabal del preocupante estado de ánimo de millones de ciudadanos en Occidente.

En ese contexto incierto, como en otros momentos de la historia de Europa, porque al fin y al cabo las personas cambiamos en nuestra forma de reaccionar menos de lo que creemos, encuentran perfecto acomodo las propuestas populistas. Apelando a las emociones con todos los medios a su alcance en la era de las imágenes. A la patria, a la nación, a lo nuestro. Estigmatizando a los otros. Legitimando pulsiones xenófobas y tentaciones de recrecer muros físicos y metafóricos. Deslegitimando y socavando los pilares de la democracia representativa: partidos, instituciones, medios de comunicación, sistema judicial€ lo que haga falta. Recurriendo a la mentira y fabricando «hechos alternativos». Desacreditando a los expertos y a todo aquello que se oponga al objetivo no tanto de defender valores como de alcanzar el poder. De ahí que se empiece a hablar de emocracias en lugar de democracias como sistema de gobierno.

El reciente informe Democracy Index 2016 preparado por The Economist Intelligence Unit (curiosamente subtitulado La venganza de los deplorables) indica que la democracia ha retrocedido y se ha empobrecido en el mundo en 2016. Pero Europa Occidental sigue siendo el lugar del mundo en que existe mayor número de democracias plenas. Por cierto, incluyendo a España como una de las pocas democracias plenas del mundo, hecho que debe ponerse en valor. Podría darse el caso de que el número de democracias plenas retrocediera también en Occidente para dar paso a formas diversas de nacionalismo económico, una nueva geografía electoral y unas nuevas geografías del odio alimentadas precisamente por el repliegue de nuestras sociedades.

El año 2017 puede ser políticamente corto. Se inició el 20 de enero, con la toma de posesión de Donald Trump y su agenda ultranacionalista, y bien pudiera acabar antes del verano según sea el resultado de las elecciones en Holanda, Francia y Alemania. Si la emocracia gana la batalla a la democracia entraremos en un escenario muy distinto y plagado de riesgos. Incluso el propio proyecto europeo puede naufragar definitivamente. Sería un sarcasmo que el proyecto europeo embarrancara precisamente el año que se conmemora el sesenta aniversario del tratado de Roma.

Todo indica que hemos emprendido un camino hacia la desglobalización parcial. De esta encrucijada se puede salir de dos formas: por la extrema derecha „esa es la vía de la emocracia que muestran los populismos„ o por el nuevo contrato social afianzando las democracias nacionales a partir de la reconciliación de los tres pilares fundamentales: economía de mercado, igualdad social y democracia política. Por ahora, la primera ha cobrado ventaja con grave riesgo de que en contextos fracturados y polarizados resucitemos nuestros viejos demonios: el nacionalismo y la xenofobia.

Nada será igual que en el pasado. Hay que elaborar alternativas, nada sencillas, para un tiempo en el que todo se acelera y casi todo será distinto en menos de una década. Nada está escrito y nada es inevitable. Pero hay que actuar y salir de la zona de confort (político, intelectual y ciudadano) porque hay demasiadas luces rojas encendidas en el panel. No permitamos que nuestros viejos demonios regresen y se apoderen de nosotros.