Esta semana se han cumplido 76 años del devastador incendio que destruyó el centro histórico de Santander los días 15 y 16 de febrero de 1941. Aquel suceso, además de una catástrofe para la ciudad, constituye una de las grandes efemérides de la meteorología española, ya que el fuego devoró los edificios de 37 calles alimentado por los vientos huracanados de una profunda borrasca que afectó a toda España con una extraordinaria caída de la presión atmosférica, que descendió hasta los 950 milibares en su centro. Ni siquiera el anemómetro del observatorio de Santander sobrevivió al temporal, ya que fue destruido por la gran violencia de las rachas, que se estima que pudieron superar los 180 kilómetros por hora, de acuerdo con los valores de otras ciudades bañadas por el Cantábrico, como San Sebastián. El temporal y la situación meteorológica se enmarcaron en lo que se conoce popularmente en el Cantábrico como una surada, a la que mucha gente llama "viento pirómano" por la sequedad atmosférica y aumento de las temperaturas que la suelen acompañar a causa del efecto catabático. Santander, de hecho, ya había sufrido otros incendios antes de 1941 en situaciones atmosféricas similares. Asimismo, existen paralelismos en otras zonas de España, como el propio Mediterráneo. Aquí es el viento de poniente el equivalente a las suradas cantábricas: aire reseco y cálido, que cambia completamente después de atravesar la Península y perder la humedad inicial inherente a su origen en el océano Atlántico. En la Comunidad Valenciana, Cataluña y el resto de comunidades mediterráneas el mayor peligro de este tipo de vientos es la rapidez de propagación de los incendios forestales. Pero es necesario puntualizar que tanto en la España mediterránea con el fuego en el monte como en el incendio de 1941 en Santander, la primera llama nunca la ha encendido el viento, sino el ser humano.