Es lógico que, si las empresas tienen libertad de movimiento, busquen lugares donde se pagan salarios inferiores, así como paraísos fiscales donde, al depositar el dinero ganado, se tribute menos. Ambas actitudes son las que hacen a la empresa más competitiva, pues al abaratar los costos principales, personal y tributos, se abarata el producto, se vende más barato y, en consecuencia, se vence al competidor. En un mundo globalizado por la reciente entrada de la tecnología en las transacciones comerciales, ya sea por la vía del producto, ya sea por la vía del servicio, las empresas, que no son sino nodos de acaparamiento de beneficio insertos dentro del comercio de trabajo y cosas, o hacen lo anterior o mueren. Es evidente que no hay ningún interés planetario por acabar con los paraísos fiscales ni con los salarios diferenciales, que son los que hacen crecer o sostienen las macroeconomías de los países emergentes y en vías de desarrollo.

Si el mercado global se mueve en ese contexto, y todas las empresas van creciendo exitosamente, y hay trabajo para todos, no habría tensiones. Es lo que ha pasado en los últimos años del siglo XX, y hasta la crisis de 2008. Pero, al igual que los tejidos de pequeñas tiendas de ultramarinos han desaparecido en beneficio de los hipermercados, siendo que los pequeños empresarios de las primeras han devenido en empleados de las segundas, lo mismo ha ocurrido a nivel planetario: las empresas multinacionales colocan sus fábricas donde más barato les sale la mano de obra. Evidentemente, en este periplo se pierden muchísimos trabajos en el primer mundo, en beneficio del segundo y tercero, y llega un momento en que una masa crítica suficiente genera en la sociedad un malestar que provoca cambios políticos.

Si a esto se añade que de esos países terceros adviene una población inmigrante y ávida de valerse del bienestar generado por las sociedades del primer mundo, el trabajador originario piensa que no sólo se le quita su sustento por los empresarios que externalizan su trabajo a países terceros, sino que esos países terceros exportan al primer mundo una población que terminará por esquilmar a los autóctonos y convertirlos en parias en su propia patria. Reacción inmediata a todo esto es el neoproteccionismo, que no es nuevo, que lucha contra el dumping social de esos países productores de mercancía barata, propone el establecimiento de aranceles equilibrantes y la subvención a los propios de sus fábricas o explotaciones deficitarias. La Buy American Act fue la ley proteccionista demócrata; el brexit ha sido una reacción proteccionista; y no menos han intentado Japón, Italia y Francia. No obstante, esta sencilla situación que podría buscar un equilibrio adamsmithoniano de mano invisible va indisolublemente acompañada de la indignidad, de la sensación de despojo que a las masas medias se ha hecho de su capital nacional, en beneficio de los inmigrantes, los cuales no solo no se incorporan a la sociedad de forma pacífica, sino que se acumulan en guetos, y desde esos guetos alteran el orden público, molestan a la población e introducen religiones y lenguas extrañas. Si los países no reaccionan a esta situación entran en decadencia, la espita del odio se acumula en las masas, y revienta: es la vuelta a los estados nación. Y entre esos dos polos estamos pivotando en este momento histórico: la globalización con las multinacionales haciendo las trampas a que están obligadas para sobrevivir, y los estados nación poniendo en marcha el neoproteccionismo al que están obligados para también sobrevivir.