Es sabido que los derechos humanos se reconocen desde la Ilustración y ojalá ésta se hubiera iniciado muchos siglos antes. Sin embargo, llegados a nuestro tiempo, tal vez convendría ilustrar a tanto pedigüeño como ha surgido a su amparo, haciendo énfasis en que derechos y obligaciones van de la mano, que se asumen unos y otras mediante pactos y la balanza no ha de decantarse siempre, por mera conveniencia y sin matices que valgan, en favor de los primeros.

Viene el tema a colación de reiterados ejemplos en los que el perjudicado por azar, acción u omisión, busca en cualquier caso el modo de cargar al erario público con la responsabilidad y, en consecuencia, su obligación de reparar el daño (accidental, originado por la mala cabeza del demandante o a resultas de unas prioridades que no le convienen) se fundamenta en una hipócrita indignación que orilla el análisis objetivo para asirse a las interpretaciones que mejor convengan a su interés, por regla general centrado en el bolsillo. Y no me refiero a pleitos entre individuos, sino entre uno de ellos, o determinado colectivo, y la Administración, gestora de un dinero que es el nuestro.

Decía Brecht que, cuando estás de mierda hasta el cuello, lo único que queda es cantar. ¡Pues no señor! Ni canto ni lamento en pos de la compasión, si no ha lugar a la justicia; en su lugar, una airada reclamación tras retorcer los hechos en su favor y, para muestra, algunos botones. Cualquier aficionado de tres al cuarto puede decidir internarse en el monte sin preparación ni equipo adecuados porque ya se encargarán las fuerzas del orden, helicóptero mediante, si precisa de rescate y la nieve o los barrancos no tuvieron efecto disuasorio alguno para el ejercicio de su libertad a nuestro cargo. Igual ocurre con quienes, miembros de una ONG, deciden llevar su solidaridad a lugares donde inseguridad y secuestros están a la orden del día. Lo saben, claro está, y en algunos casos nos ha costado millones de euros volverlos sanos y salvos para que nos cuenten de su admirable altruismo.

Para deducir que el parasitismo prima sobre la reciprocidad, lo cual revela un cierto cinismo hacia esa sociedad de la que forman parte, basta situar en paralelo el porcentaje de economía sumergida y situaciones como las citadas o las que siguen, aunque serán los mismos actores quienes, ante el creciente gasto público, manifiesten su abierto repudio por el deplorable funcionamiento de unas instituciones permanentemente endeudadas -enculebradas, dirían en Colombia- en un culebrón del que son en alguna medida copartícipes y que no tiene previsible final. Ahí tienen a los hoteleros ofendidos por la blandenguería con que se maneja el alquiler turístico de viviendas, aunque ellos no muestren el menor empacho en ampliar su oferta hasta el todo incluido, con grave perjuicio para bares y restaurantes. Recientemente, pescadores y agricultores vienen demandando compensaciones económicas por el quebranto que han supuesto los recientes temporales para sus capturas o cultivos aunque, en la misma línea de expectativas insatisfechas, podrían reivindicar contrapartidas las cafeterías obligadas a cerrar sus terrazas, los feriantes o tantos miles a quienes los bajos salarios impiden comprarse un impermeable o sufragar el alquiler.

Si la razón fuese el menoscabo de peces o patatas, a la postre su modus vivendi y elegido con independencia de que vengan bien o mal dadas al albur de los cielos, en igual tesitura se halla quien abre una tienda que no vende; el autónomo que esperaba mayor sensibilidad para con su proyecto o ése que se quemó las cejas para acceder a un título que faculta en primera instancia para viajar al extranjero en busca de los garbanzos.

Como es ya la norma, primero un servidor así caigan chuzos de punta, y las fases que describía Kübler Ross con relación al enfermo recién diagnosticado -desde la inicial negación y la ira por ser precisamente el afectado, hasta llegar finalmente a la aceptación- en los casos expuestos y otros muchos no pasan del enfado y ulterior negociación con el único objetivo de mantener el estatus y, de ser posible, allegarse un plus que compense la ansiedad, así que, en cuanto a aceptar (la última etapa) que a veces se pierde y no hay culpable a quien reclamar, o que las prioridades justificadas no siempre nos incluyen en lugares de cabeza, nada de nada.

Hace pocas semanas, y como consecuencia de la lluvia pertinaz, sufrí un resbalón que terminó con mi occipital sobre el asfalto. Acudió de inmediato una señora ya entrada en años que, tras verme consciente e interesarse amablemente por mi estado, sugirió acto seguido la conveniencia de reclamar al Ayuntamiento. No precisó el motivo, aunque quizá fuese por no mantener las calles secas como debiera. En resumen: que todo vale con tal de prosperar; de pillar en un negocio que, de no existir, se inventa. Y, de salir mal, a reclamar. En espera de lo que pueda caer.