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Desigualdad a la vista

Nada más frustrante que cumplir con el deber ciudadano y ver que el voto que uno ha depositado en la urna no ha servido de nada.

Ver cómo el partido que tan demagógicamente se jacta de haber hecho más que nadie contra la corrupción sigue no sólo gobernando, sino empeñado en negar su propia responsabilidad en esa herida que no deja de supurar.

O cómo la cada vez más débil oposición socialdemócrata se dedicó sobre todo a maniobrar arteramente para defenestrar al dirigente que eligieron las bases y del que sospechaban que pudiera pactar con la nueva izquierda de Podemos.

O cómo este último partido se enzarzaba en una tan absurda como descarnada lucha interna por el poder, disfrazada de ideológica, que nada tenía de edificante y sí mucho de descorazonador.

Como frustrante resulta comprobar una y otra vez que aquí la justicia no es ciega, sino selectiva y lenta, y sus veredictos, con frecuencia sorprendentes y aun indignantes, llegan a menudo tan tarde que si el delito no ha prescrito, todos nos habremos ya olvidado.

Y lo es también ver a diario tantas cosas que nos escandalizan: tantos ex políticos en consejos de administración, tanto descarado nepotismo y tantas puertas giratorias que explican los abusos de la banca o las tarifas de las eléctricas.

Resulta frustrante que se abandone a tantos ciudadanos a su suerte, que nada se haga contra la precarización creciente del empleo, unos salarios de miseria y el éxodo de tantos jóvenes y que se culpe de todo ello en abstracto a la crisis como si ésta no tuviera responsables, todos ellos con nombres y apellidos.

¿Se busca acaso que los ciudadanos, hartos de anuncios engañosos y reiteradas promesas incumplidas, decidan la próxima vez quedarse en casa porque, como decían quienes antes criticaban a la «casta» y hoy parecen imitarla, los que habíamos elegido «no nos representan»?

No deja de sorprender la paciencia, la resignación de tantos.

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