El PP tuvo mayoría absoluta en el 2011 pero no supo, o no pudo, trasladar esa posición a la fiscalía. Ahora el Gobierno sufrirá mucho en el Parlamento, donde ha perdido la mayoría, pero quizás menos en los tribunales. Tras los nombramientos de José Manuel Maza, el nuevo fiscal general, el Gobierno tendrá una situación más cómoda en la fiscalía -algo que podría compararse con una mayoría absoluta- ya que ha copado dos piezas clave en el tablero judicial: el fiscal-jefe de Anticorrupción y el de la Audiencia Nacional.

En el 2012, el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, nombró fiscal general a un fiscal conservador y con prestigio -Eduardo Torres Dulce- que era también un intelectual que disfrutaba -todavía lo hace- escribiendo sobre cine en el diario Expansión. Torres Dulce no hizo de correa de transmisión, Ruiz Gallardón dejó el Gobierno, y las presiones para la querella contra Artur Mas tras el 9N del 2014 provocaron el divorcio. Torres Dulce hizo lo obligado€ y se fue. El Gobierno optó entonces por nombrar a Consuelo Madrigal, una fiscal conservadora de perfil profesional. Vino luego la campaña electoral y el año de «impasse».

La sorpresa llegó cuando tras la formación del Gobierno, el ministro Catalá -del núcleo de Rajoy- sustituyó a Consuelo Madrigal por José Manuel Maza, magistrado del Supremo. Parece que Madrigal no garantizó los cambios que pedía el Gobierno en la fiscalía.

Ahora Maza -tocaba renovar a 35 fiscales- ha hecho cambios significativos, en especial dos, que le permitirán mandar con las manos más libres. En la jefatura de Anticorrupción -vacante por la jubilación del veterano Antonio Salinas que la ha consolidado como algo potente- ha nombrado, con el apoyo no holgado de la mayoría del Consejo

Fiscal, a Manuel Moix, que fue fiscal jefe de Madrid y cuya actuación en algunos casos (Esperanza Aguirre, Rodrigo Rato) se juzgó próxima a los intereses del Gobierno. Ha descartado así tanto a Alejandro Luzón, quizás el candidato más cualificado, como a Belén Suárez, la segunda de Salinas, que estaba en funciones. Ambos pecan de exceso de criterio propio.

Y en la jefatura de la Audiencia Nacional, relevante también en todos los casos de terrorismo, no se ha renovado a Javier Zaragoza que ha ejercido dos mandatos de cinco años y pertenecía a la Asociación Progresista de Fiscales, sino que se ha nombrado a su segundo, Jesús Alonso, que fue nombrado por Torres Dulce, al parecer contra el criterio de Zaragoza, y que es miembro destacado de la derechista Asociación de Fiscales.

Y esta impresión de copo conservador -la situación actual tenía todavía algo de herencia de los ocho años de Zapatero- se acentúa por el relevo también del fiscal jefe de Euskadi y del de Murcia, Manuel López Bernal. Y el de Murcia tiene relevancia en este momento porque permitió una querella al presidente de la Comunidad, el popular Pedro Antonio Sánchez, contra la que intervino hace pocos días el propio fiscal general. Y Bernal no se ha cortado porque el jueves por la mañana hizo unas explosivas declaraciones a la Ser hablando de presiones sobre los fiscales anticorrupción de Murcia, con entrada de intrusos en domicilios particulares para sustraer ordenadores con información sensible. Y dijo algo muy duro: «se persigue más a los fiscales que a los corruptos».

Quizás haya fiscales que se crean cruzados, pero no es menos cierto que el PP tiene todavía muchos asuntos judiciales abiertos, empezando por el caso Bárcenas. Y este órdago, contra el que ya han levantado la voz C´s y el PSOE, puede abrir una nueva guerra judicial cuando está pendiente el nombramiento por el Senado de cuatro magistrados y la elección del nuevo presidente del Tribunal Constitucional (TC) Y Andrés Ollero, el candidato preferido por el Gobierno, genera mucha inquietud, principalmente por haber sido durante 17 años diputado del PP.

Pero del TC ya hablaremos. Hoy sólo cabe constatar que a Maza y al Gobierno se les ha ido la mano.

¿Cuánto se parecen Trump y Putin?

Una evolución similar a la de la Rusia de Putin es casi impensable en Estados Unidos, donde el poder está fraccionado

El viernes 17, cuando todavía no llevaba un mes en el cargo pero ya había tenido que cesar a Michael Flynn, su consejero de Seguridad Nacional, por relaciones ocultas con la embajada rusa, el presidente Trump atacó a la prensa y a las cadenas de televisión. En un tuit afirmó: «los medios de comunicación son el enemigo del pueblo americano».

Cada día hay más inquietud por la deriva del presidente que ya se ha enfrentado a las agencias de inteligencia (ha comparado a la CIA con el nazismo), a la prensa, y a los tribunales que anularon la prohibición de entrada a los ciudadanos de siete países de mayoría musulmana.

Respecto a la relación con Putin, la periodista Susan B. Glasser, que fue corresponsal en Moscú cuando hace 17 años Putin llegó al poder, ha escrito un impresionante artículo titulado «Nuestro Putin". Dice: "no se preocupen demasiado de si Trump y el líder ruso trabajan juntos, preocúpense por lo que tienen en común». Y explica que los discursos de Putin en el 2001 podrían llevar el título «Hagamos a Rusia grande otra vez», que se parece mucho al «Hagamos a América grande otra vez» con el que Trump ganó las elecciones. Y constata similitudes en los ataques e insultos a la prensa, el designio de controlar a los poderes rivales -ya sean grandes empresas o autoridades judiciales- y las advertencias de que Rusia estaba amenazada por el terrorismo islámico (Chechenia) y que tenía que declarar la guerra a este extremismo, con la ideología del choque de las civilizaciones de Trump.

Para Glasser, en base a la idea de recuperar a Rusia de la «gran catástrofe» del fin de la URSS, una gran humillación para el pueblo ruso, el objetivo de Putin era desde el principio concentrar todo el poder en el Kremlin. Diecisiete años después está claro que lo ha conseguido.

Por su parte Gideon Rachman, el comentarista internacional del «Financial Times», escribe que el presidente ruso cimenta su poder autoritario en una mezcla de nacionalismo, populismo, corrupción, control de los medios de comunicación y alianza estrecha con la nueva oligarquía rica. Y ve lógico que las más articuladas advertencias contra el «trumpismo» hayan venido de disidentes rusos como Garry Kasparov.

Y Rachman no se queda aquí pues cree que la caída del comunismo en 1989 provocó una «ola democrática» que ahora está siendo sustituida por una «ola autoritaria». Rachman cita los casos de Hungria y Polonia en la Europa del Este o de Turquía€ Y advierte de la amenaza populista en Europa y Estados Unidos. Encuentra preocupante que más del 70% de los americanos nacidos en los años treinta piensen que es "esencial" vivir en democracia y que esta creencia la compartan solo el 30% de los nacidos en los ochenta.

Putin se ha podido imponer en Rusia, donde la tradición liberal, desde los zares al comunismo, era prácticamente inexistente. Una evolución similar en Estados Unidos, donde el poder está fraccionado, es casi impensable. Pero alguien advierte: «No habrá punto medio en Washington, o quienes se oponen a Trump lo derriban, o él destruirá el sistema. Apuesto por lo primero, pero no me jugaría la vida».