Ya casi al final de su vida, Borges aseguraba sentirse más feliz por los libros que había leído que por los que había escrito. Seguramente esa es una buena razón para presumir el interés de un escritor: que se sienta más afortunado por lo que ha leído que por lo que ha escrito. Y tal vez sea un criterio válido en general para identificar los grandes escritores entre todos los demás.

No es fácil que un escritor realmente bueno no encuentre en la literatura universal, en la poesía o en la historia de la filosofía motivos sobrados para tenerse por más pequeño y menor que los autores de sus lecturas. Y la cuestión no es si uno logrará o no emular a tales autores, porque incluso en el caso de que el lector consiguiera pasar como autor a la primera fila de la literatura universal, al leer habrá ascendido alturas y alcanzado profundidades que no habría logrado sin aquellos a los que ha leído. Leer es vivir y crecer como no se podría hacer por uno mismo y, por tanto, el lector es un ser en deuda y agradecido.

Además, es imposible dedicarse con pasión a un quehacer o a un oficio sin admirar con veneración a los que nos lo han mostrado en toda su grandiosidad. La fascinación como lector forma parte sustancial de la vocación y el aprendizaje como autor. Así que es posible que una cierta mediocridad se exprese frecuentemente en apreciar más lo que uno mismo ha escrito que lo que ha leído. Incluso cabría sospechar si no hay una cierta idolatría de la condición de autor, cuando en realidad es solo una de las consecuencias que tiene la lectura en algunos, unos pocos por cierto, de los individuos.

Si para los aspirantes a autores vale la recomendación de Rilke cuando apremiaba a no escribir salvo que se sintiera la necesidad de hacerlo, para los lectores vale más el consejo de que lean hasta que se les convierta en una lujosa necesidad para vivir. Y es que si bien leemos y escribimos para comprender y, en la medida de lo posible, comprendernos, la necesidad de escribir es menos universal que la de leer.

De hecho, lo que leemos tiene una relevancia vital que difícilmente puede igualar lo que escribimos. En cierto modo, escribir es algo que hacemos, mejor o peor, pero que se desprende de nosotros, mientras que leer forma parte más bien de esas cosas cruciales de la vida que nos pasan. Es cierto que al escribir dejamos fuera de nosotros una huella de lo que somos, tal vez memorable, pero lo que leemos deja su huella dentro como memoria viviente, trazando fisonomías y rutas interiores que de otro modo no habríamos descubierto y que completan el territorio de nuestra existencia. Leer nos da forma.

Bloom dice que «leemos en busca de una mente más original que la nuestra» y ciertamente en nuestras lecturas buscamos lo que nos excede y nos permite ampliar lo que somos, sentimos y sabemos sobre el mundo y sobre nosotros mismos. En ese sentido, es cierto que leemos buscando completar nuestra vida. Pero también asegura que para «leer bien hay que ser inventor» porque toda lectura implica una interpretación y es una variación libre aunque respetuosa del significado de lo escrito. No hay otro modo de asimilarlo: la lectura requiere una rumia para hacer de la palabra alimento.

El filósofo Gadamer dijo de los hombres con certera perspicacia que «somos una conversación». Y al respecto es revelador que tanto la escritura como la lectura sean actividades solitarias que dan por supuesta la compañía porque tienen la naturaleza interior de una conversación. La lectura es la modalidad silenciosa, meditabunda e interior de esa conversación capaz de incluir en ella no solo a los muertos a través de sus obras y sus ideas, sino a los seres de fantasía elevados a la clase de realidad que merecen: la de prestarles atención.

Cuando entre los siglos XI y XIII empezó a escribirse separando las palabras y con signos de puntuación, y la lectura en voz alta y en público empezó lentamente a ceder espacio a la lectura silenciosa y solitaria, la intimidad se convirtió en el tesoro que los lectores encontraban en su aparente retiro del trasiego de la vida: leer expandía el espacio interior de un universo nuevo e ilimitado.

Por eso la vida de los lectores está hecha de una aleación inimitablemente personal y compuesta de la sustancia de la propia vida y de sus lecturas más decisivas. Mientras que leemos nos hacemos mediante una multiplicación vital de la memoria y la imaginación que nos expande por mundos inalcanzables de otro modo. Por eso casi todos los lectores cuentan con un censo breve pero intenso de lecturas esenciales: son las obras cuyas atmósferas, personajes o argumentos les hacen compañía mucho tiempo después de haberlos leído, algunos incluso a lo largo de toda la vida, como los amigos más fieles de nuestras meditaciones y silencios.

Todo autor aspira secretamente a encontrar al menos un lector que le lleve con él, aunque solo sea por una página de las que escribió, como un recuerdo esencial de su vida, de lo que ha sentido de otros mundos y de otras vidas distintas de la suya, o bien de lo que ha comprendido sobre la realidad y la propia existencia. Es una pretensión excesiva, desde luego, pero al fin y al cabo no es más que una modalidad del deseo de hacer compañía a los demás con lo que hacemos, de lograr aunque sea solo una modesta pero mutua presencia real.

De ahí que tanto ese inmenso ejercicio de ficción imaginaria que es la literatura, o la búsqueda de la palabra inexistente pero más ceñida y exacta que persigue la poesía y la escueta aspiración a ver de la filosofía compartan un mismo impulso, aunque diversificado en sus múltiples formas: el apetito de realidad, es decir, la necesidad de comprender una realidad que se nos escapa y deshace entre las manos; por eso necesitamos palabras para escribir y leer lo que somos.

Leemos y escribimos para intentar sabernos porque la vida persiste incomprensible, prodigiosa pero también terriblemente incomprensible.