En la reciente historia de la democracia española se puede constatar un hecho: en los partidos políticos que detentan el poder, las aguas suelen estar calmadas, al menos en la superficie. El poder ha sido balsámico para el PP. En su congreso nacional celebrado los días 10, 11 y 12 de febrero las discrepancias han estado ausentes, salvo en cuestiones de detalle, y la euforia ha sido extraordinaria, pese a estar gobernando en precario. Pero los más experimentados saben que por debajo de las balsámicas aguas superficiales siempre existe un latente mar de fondo.

En los partidos que pierden el poder del Estado, las tempestades superficiales y profundas son constantes, aunque aminoradas por un Estado autonómico en que, al margen del Gobierno central, existen miles de cargos repartidos en miles de ayuntamientos y en 17 comunidades autónomas, así como en los miles de organismos dependientes de todos ellos. Los muchos cargos de nuestra organización democrática sirven de ligero bálsamo para los perdedores.

Parece ser, igualmente, una ley con pocas excepciones que cuando se pierden las elecciones generales, autonómicas o locales los perdedores entran en crisis. La crisis es proporcional al nivel del poder perdido. Los dos grandes partidos políticos, PP y PSOE, han atravesado crisis después de perder el poder. Le ocurrió al PP cuando de modo inesperado perdió las elecciones generales en 2004. Desde esas fechas hasta 2011 las turbulencias fueron constantes en ese partido. Se puso constantemente en cuestión el liderazgo de Mariano Rajoy y solo entrado 2011 se despejaron las dudas, cuando las políticas del PSOE destrozaron la confianza de los ciudadanos, porque otra regla que rige nuestro sistema democrático consiste en que las elecciones no se ganan por los propios méritos, sino por los deméritos de los contrincantes.

El PSOE ha sufrido grandes crisis como consecuencia de perder el poder del Estado, en 1996, en 2011 y en 2015. Desde 1996 se sucedieron los secretarios generales y solo se recompuso el partido, al menos en apariencia, al vencer sorprendentemente en las elecciones de 2004. Las aguas se calmaron en la legislatura 2004-2008 y a principios de la legislatura 2008-2011 todo parecía indicar que el PSOE era un remanso de paz interna. Pero como es bien sabido con la crisis económico-financiera todo se fue al traste.

Tras la derrota del PSOE en 2011, Alfredo Pérez Rubalcaba fue incapaz de generar la confianza suficiente para recuperar el apoyo de los españoles. La misión era prácticamente imposible, porque la mayoría de los electores no daba credibilidad a un partido que había situado al país al borde del abismo. Rubalcaba dimitió y pareció que ningún peso pesado del partido quisiera hacerse cargo del mismo, a la vista de los candidatos que se presentaron a la secretaría general. Pedro Sánchez, sin experiencia alguna de gobierno y sin apenas experiencia política reseñable, fracasó frente a Rajoy en 2015 y en 2016. La historia posterior es bien conocida. Sánchez fue incapaz de comprender la nueva situación surgida de las elecciones de 2015 y 2016, de manera que su destitución se convirtió en inevitable. Y ahora, pese a los esfuerzos de la gestora, y en particular de su presidente, son varios los bandos que se disputan agriamente la secretaría general. Mientras tanto, las encuestas indican que los españoles sitúan al PSOE en tercer lugar en estimación de voto, por detrás de Podemos, pese a que este partido-amalgama no goza de buena salud y, en la actualidad, es lo más parecido a un avispero.

La situación de la izquierda en Francia no es más alentadora. La retirada estratégica de François Hollande de la carrera por revalidar la presidencia, fruto de sus muchos errores, ha sido un auténtico fiasco. Su candidato, Manuel Valls, ha sido apeado de la carrera por la presidencia, y Benoît Hamon, el vencedor en las primarias socialistas, según las encuestas no tiene ninguna posibilidad de competir en segunda vuelta por la presidencia. Y otro tanto parece ocurrirle a François Fillon, descalificado por sus contrataciones a familiares. De manera que, Emmanuel Macron, una suerte, valga la metáfora, de conejo liberal que Hollande se sacó de la chistera por error, puede convertirse en presidente de la República, porque los ciudadanos franceses se pueden ver abocados a votarle en segunda vuelta para evitar que Marine Le Pen se convierta en presidenta de la República. Esto último sería una desgracia para Francia y para Europa que, a buen seguro, evitarán la mayoría de los franceses.

En Alemania, las cosas no le van mejor a los socialdemócratas. El secretario general del SPD tuvo que abandonar la carrera por la cancillería al comprobar que su estimación por los alemanes era demasiado baja. Y aunque su relevo por Martin Schulz, expresidente del Parlamento Europeo, ha dado un resultado excelente en las primeras encuestas, es pronto para pensar que pueda superar a Angela Merkel en la contienda electoral. Pero, sea cual sea el vencedor en las elecciones a la Cancillería, la situación alemana es de las más tranquilizadoras en el panorama europeo, pues ambos candidatos -conservadora y socialdemócrata- son experimentados, razonables y convencidos europeístas. En Italia, la tercera gran potencia europea, la crisis es una constante arraigada en su cultura política, y los italianos hace décadas que saben vivir al borde del abismo. La izquierda italiana se parece cada vez más a una entelequia y poco se puede esperar de su colaboración para afrontar los grandes retos que tenemos los europeos.

El poder es balsámico, cuanto más se tiene, sus efectos son más placenteros pero, como dirían los marineros, por debajo de las apariencias, en los partidos políticos, siempre se detecta un persistente mar de fondo. En la superficie puede parecer que todo está en calma, pero los más experimentados saben que a la calma pueden suceder marejadillas, marejadas o tifones dependiendo de dónde, cómo y cuándo se pierda el poder.

Los partidos políticos que han ejercido el poder tienen grandes dificultades para atravesar las aguas turbulentas que de pronto aparecen en el horizonte, cuando se pierde el poder. Por el contrario, los partidos que nunca o solo ocasionalmente han tocado poder, o que difícilmente pueden alcanzarlo, tienen crisis constantes que se suelen limitar a las disputas internas que se proyectan escasamente sobre los ciudadanos.

Pero por debajo de los mares de fondo de cada uno de los partidos políticos mucho más preocupante y trascendente para los ciudadanos es el mar de fondo que afecta por entero a nuestro sistema político. Porque el panorama político actual no es estable, como muchos pretenderían. Ni en nuestra tradición ni en la de los más importantes Estados occidentales caben cuatro partidos políticos que se disputen el poder en los mismos nichos electorales. El PP y Ciudadanos se disputan la misma franja de electores, por lo que a medio plazo lo más probable es que o se fusionen, o una de las dos formaciones sucumba. Y lo mismo puede decirse del PSOE y Podemos, pues superada la gran crisis económico-financiera se van a disputar el mismo espacio político. Y es que en las sociedades democráticas desarrolladas, por fortuna, las alternativas de gobierno son pocas, en ocasiones ni siquiera existen dos alternativas sino un solo camino. Y para apaciguar este mar de fondo no existe bálsamo conocido.