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De las invasiones bárbaras a los nuevos refugiados

El imperio egipcio y, por supuesto, el romano y el bizantino, pero también muchos reinos medievales y varios periodos clásicos en China sucumbieron por los movimientos invasivos de otros pueblos que sintieron la necesidad de migrar de sus territorios de origen. Hasta el descubrimiento de América, la presión demográfica explica buena parte de los conflictos bélicos del mundo, especialmente en Europa.

La prevención o el miedo ante la llegada de los invasores bárbaros forma, pues, parte del numen subconsciente. En general no se trata de una actitud hostil ante el diferente, el otro. Siempre hay excepciones y uno puede encontrarse con algún xenófobo descerebrado, pero en general la humanidad ha convivido siempre con la figura del extranjero, usualmente comerciante y por lo habitual el personaje que aportaba novedades exóticas a la monótona cotidianeidad.

El miedo a los bárbaros es otra cosa. Tiene que ver con el saqueo, las razzias y las propias invasiones, cuando los otros toman forma social y dislocan el orden establecido. De la pervivencia de esos temores da cuenta que a los niños valencianos -al menos hasta mi época infantil- se nos seguía asustando no con el lobo o el coco, sino con el moro Musa, al que los historiadores identifican con Musa ibn Nusair, gobernador omeya del Magreb y jefe del tal Tarik que comandó la invasión de la Hispania visigoda en el siglo VIII. Es decir, se nos asustaba más de 1.250 años después con los miedos de un islamista comeniños. Para que luego digan que los mitos son una entelequia.

A pesar de las leyendas, el mundo ha convivido con lo que ahora llamamos multiculturalismo hasta prácticamente la I Guerra Mundial, excepción hecha de la cuestión judía que es harina de otro costal. Fue el empuje del nacionalismo expandido por el romanticismo alemán el que fomentó una Europa de territorios -naciones- más homogéneos, liquidando estados plurinacionales como el austrohúngaro o ciudades de corte internacionalista como Czernowitz, actualmente en Ucrania, compuesta por cuatro cuartos de población hasta finales de los años 30: ucrania, judía, rumana y alemana.

Esa energía nacionalista-romántica suele ser partidaria de los independentismos, anti-imperialista (por lo que tienen de dominantes pero también de plurales los imperios) y más proteccionista que liberal en lo económico. Una energía que ha estado dormida durante décadas en Occidente tras la hecatombe del nacionalsocialismo germánico pero que ahora despierta cual hidra polimórfica, aquí y allá, en diversos lugares y tomando diversidad de formas. Y el factor que ha despertado a la bestia no es otro que el miedo a las invasiones bárbaras, en nuestro caso en forma de los desposeídos y descolonizados del tercer mundo que desde las últimas décadas del siglo XX llegan en oleadas, invitados o no€ argelinos y africanos en Francia, turcos en Alemania, eslavos en la Gran Bretaña o subsaharianos en las playas mediterráneas de Italia y España o frente a nuestras vallas melilleras€ amén de los mexicanos, antillanos y centroamericanos que van a parar a las West Side de sus tíos en EE UU.

Las migraciones contemporáneas, sin embargo, han llegado al punto cero. La reciente crisis económica ha vuelto intolerante a una buena parte de la población occidental, mayormente clase media y obrera -una idea que los intelectuales progresistas se resisten a pensar. Y es en ese caldo de cultivo donde se ha alimentado el brexit inglés o el trumpismo americano y sus adláteres lepenianos. Hasta en los confortables países donde reinaba la socialdemocracia benefactora y sin desigualdades como Holanda, Dinamarca o Suecia avanza la ira de los políticos de matriz racista.

En ese contexto hay que entender el endurecimiento del programa de los republicanos conservadores de Francia encabezados por François Fillon o el llamamiento que esta semana ha realizado la Comisión Europea para que se extremen las medidas de expulsión de los sinpapeles al tiempo que se acelera el realojo de refugiados. Se trata, en suma, de la reacción conservadora para evitar que el populismo xenófobo siga creciendo electoralmente.

La izquierda, en cambio, se posiciona ante este caos con su máxima especialidad: el compromiso moral y redentorista. Como consecuencia, los moderados ya no tienen cabida en un problema que es puro maniqueísmo y táctica política o dan bandazos como Angela Merkel. En el Palacio de Correos madrileño, la sede de Manuela Carmena que iba a ser una ampulosa residencia municipal, sigue pendiendo una gigantesca pancarta que reza «Refugees welcome». Al tiempo que se anuncian legalizaciones exprés para evitar las expulsiones de la UE, en la Comunitat Valenciana entre otras autonomías.

Todo ello en un mar de medias verdades y falsedades ideológicas. Las cuotas de acogida de refugiados sirios en Europa no se han llevado a cabo, no se interviene ante el bloqueo sistemático del espacio ultra que han creado los nuevos países del Este, el saldo migratorio entre EE UU y México es negativo para el norte en estos momentos, y el propio México lleva años expulsando centroamericanos de su país€ Y como quiera que hace tiempo que Europa carece de una política exterior común y hace mucho más que languidecen las inversiones y programas de desarrollo en países terceros, nada presagia unas políticas preventivas inteligentes. Antes al contrario, Occidente ha dado patadas de ciego en avisperos como Irak, Siria o Libia -y en la citada Ucrania- desatando más movimientos demográficos de poblaciones desplazadas.

Según Edward Gibbon, fue la presión de los bárbaros y la corrupción la que provocó la irremisible decadencia de Roma. Produce vértigo pensar que Europa está repitiendo ese inveterado esquema. Atrapados entre políticas cada vez más acusadamente extremas y retóricas, sin fondo ético en el núcleo más democrático del sistema, da la sensación que caminamos directos al colapso.

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