La participación pública en el urbanismo tal como está formulada en la legislación no pasa de ser una formalidad cuyo objetivo último ha sido la defensa de los intereses (siempre calificados de legítimos) vinculados a la propiedad inmobiliaria y de las propuestas oficiales, coincidentes ambas en bastantes casos. El resultado, un déficit democrático que hunde sus raíces en condicionantes históricos, en un pasado en el que participar, e incluso opinar, era percibido como algo peligroso. En años recientes, sin embargo, se detecta un cambio de tendencia, cuyo hito más significativo es la aparición del movimiento de los indignados (como internacionalmente es conocido), impulsor de una mayor implicación ciudadana en la gestión de la cosa pública. Pero participar „ser parte, tomar parte o partido„ supone un esfuerzo que puede llevar a la desilusión o al desencanto si se percibe como algo estéril; de ahí la importancia de convertirlo en un proceso sugestivo, donde se perciban frutos adicionales como la cohesión social o el mejor conocimiento de los propios vecinos.

La participación en urbanismo debe comenzar desde el principio, por compartir la elaboración y la redacción de los proyectos o planes que afectan a los vecinos, y no limitarlo a una contribución a posteriori, a la búsqueda del refrendo a un producto ya elaborado, acabando por ser una suerte de derecho de oposición simbólica, o un derecho al pataleo.

Resulta inevitable que toda intervención en la ciudad aflore intereses contrapuestos, tanto entre ciudadanos individuales, como entre movimientos sociales organizados o grupos de presión de todo tipo. Sin olvidar los particulares intereses de grupos sociales específicos como son los niños, la gente mayor, los minusválidos o los inmigrantes, quienes para tomar la voz necesitan estímulos adicionales, así como interlocutores que les faciliten o interpreten sus necesidades. De forma similar, el urbanismo de género plantea retos muy interesantes sobre la visión de las mujeres, históricamente marginadas, como en otros campos, en la construcción de la ciudad.

En la actualidad, son numerosos los nuevos procesos de participación que se van esparciendo por nuestras ciudades, pese al retraso respecto de otros países. En València, y por citar solo algunos casos, afectan a los barrios de Natzaret, El Cabanyal, Sant Marcel·lí, Botànic o Benimaclet. Al frente de estos procesos de diseño colaborativo, equipos de jóvenes profesionales aportan nuevos aires, con imaginación y flexibilidad tanto en los métodos como en las formas, organizando talleres, entrevistas y encuestas virtuales y personales, oficinas físicas a pie de calle€ Sus objetivos son variados, desde el proyecto de una plaza a la redacción de un plan parcial, el diseño del espacio público o los caminos a la escuela. En otros foros, como las mesas de la movilidad (València, Xàtiva) se están abordando cambios en los modelos de desplazamiento para el conjunto de la ciudad. De todas estas experiencias parece deducirse que los vecinos se sienten más atraídos a debatir sobre su entorno más próximo, la calle o la plaza donde viven, el camino a la escuela de sus niños, incluso sobre el barrio que habitan. Implicarse en problemas de mayor escala, como un Plan General, resulta más difícil, comenzando por el propio calado de las cuestiones técnicas, y en una materia donde el lenguaje y la metodología resultan sólo accesibles a una minoría de especialistas.

Para superar el estrecho marco normativo ofrecido para la participación reglada, la transparencia es una condición imprescindible. Sin transparencia, sin acceso fácil, no oneroso, a toda la información, la llamada a la participación es pura retórica. Especial mención requiere la incorporación de las tecnologías de la información y la comunicación (las manidas TICs), a menudo sobrevaloradas y convertidas en un fin en sí mismo. Son tecnologías con fuertes limitaciones, muy acotadas a un sector de la población (mayoritariamente jóvenes, digitalmente alfabetizados) generadoras frecuentemente de formas de participación un tanto pasivas, que dejan fuera a gran parte de la ciudadanía. Un canal complementario, útil sin duda, pero en absoluto único y excluyente de otros medios más directos.

Al final, cuando se ha implantado un proceso de participación real, llega el momento de la verdad: el de la toma de decisiones. Un nudo gordiano que nos enfrenta a interrogantes de difícil respuesta: ¿quién toma y cómo se toman las decisiones?, ¿cuáles son los límites de la coelaboración de los instrumentos urbanísticos?, ¿qué ocurre si las posiciones de la Administración y los interlocutores sociales están enfrentadas? Si pese a todo las divergencias subsisten, ¿cómo se resuelven?, ¿cuál es el papel de los técnicos?, ¿y el de los representantes políticos? Preguntas que deben tenerse en cuenta desde el principio, que han de discutirse en profundidad, y para las cuales no hay respuestas apriorísticas. Todo ello hace de la participación una magnífica escuela de aprendizaje para la ciudadanía, para la mejora de lo que ya se conoce como civilidad.