Joachim Radkau, historiador emérito de Bielefeld y autor de cuatro o cinco libros fundamentales, entre ellos una monumental biografía de Max Weber y una magnifica contribución al tiempo que antecedió a la República de Weimar, ha escrito ahora un libro que ha titulado precisamente así - «Historia del futuro»-, en el que recoge los pronósticos que hicieron los intelectuales y los ciudadanos alemanes a partir del año 1945 para intentar imaginar el futuro que hoy constituye nuestro presente. Se trata de analizar las esperanzas y ansiedades de aquellos alemanes que crecieron entre las ruinas de los bombardeos aliados, pero también los pronósticos más racionales y los giros bruscos y no previstos, los sobrevenidos que condicionaron la marcha real del futuro. Colaborador del gran historiador R. Koselleck, el autor pone en tensión las estructuras de experiencia y de expectativa, de diagnóstico y de pronóstico que forjó una generación, y la posibilidad de verificar aquellas imágenes y proyecciones de aquel pasado reciente con lo que hoy ya es ese presente y que entonces era solo un inquietante futuro.

Que sea posible ya una relación semejante con nuestra historia, indica algo nuevo en la peripecia humana: que las relaciones con nuestro propio tiempo son mucho más autoconscientes que en ningún otro momento anterior. Y sin embargo, el fondo de esta novedad continúa siendo la vieja doctrina de lo misterioso del tiempo. La finalidad inmediata de este tipo de estudios es, entre otras cosas, mostrar de forma clara que el futuro es siempre indomable, desconocido, indisponible. Pero si el futuro es así, es sólo porque el presente, todo presente, alberga ambivalencias, complejidades y elementos que permiten diferentes posibilidades y distintos potenciales. El presente está atravesado por latencias. Saberlo es decisivo para escapar a las simplificaciones, casi siempre dualistas y polarizadas, en las que por lo general quieren embarcarnos todos los bocazas, ésos que hablan demasiado y sin discreción alguna. Pero hay otro asunto importante. Radkau expone en este libro que el estado de ánimo de los alemanes posteriores a 1945 era profundamente pesimista. Sin embargo, años después se hablaba del 'milagro alemán'. Ambas cosas fueron contemporáneas por un largo tiempo.

La buena noticia es descubrir que se pueden hacer milagros en medio de un tono pesimista general, algo que todavía nos puede dar una esperanza. Nuestro tono depresivo quizá no sea tan determinante como estamos inclinados a creer. La mala noticia es que la ciencia de hacer pronósticos ha mejorado mucho desde entonces y que quizá nuestro pesimismo esté mejor fundamentado ahora que en aquellos duros años posteriores a 1945. Pero en el fondo es igual. Lo que se deriva de esta nueva historia del futuro es justamente algo contrario al viejo dicho de «historia magistra vitae». Ahora no se trata de conocer el pasado para no repetirlo. Se trata más bien de tener ante los ojos diversas opciones, tener sensibilidad para las latencias y las posibilidades y optar por la más segura. En suma, más que sensibilidad para las repeticiones, se trata de crear sensibilidad para las posibilidades. Por eso Radkau, a la pregunta de si es un optimista o un pesimista, responde que es un posibilista. Pero si no hacemos relatos acerca de lo que fue posible en el pasado, no podemos percibir lo que es posible en el presente. En realidad, esta sensibilidad para las posibilidades forma parte de la ética de la responsabilidad. Como venimos intuyendo desde hace tiempo, la línea de Weber y de Koselleck se une en el proyecto de una historia al servicio de una política de responsabilidad. Radkau, que los conoce bien a ambos, no hace sino ejemplificarlo.

Considero esta línea de trabajo muy constructiva, pero no la única posible para iluminar el presente desde las ciencias sociales. Timothy Snyder, un cualificado historiador de la Universidad de Yale, acaba de publicar un libro que se titula «Tierra negra: el holocausto como historia y aviso». Hace unos días The Guardian presentaba las principales tesis del libro y podemos imaginar que se trata de una mirada que pretende avisar respecto a los peligros de un totalitarismo que, sin duda, será diferente del de Hitler, pero que podría sostenerse sobre algunos malentendidos acumulados en nuestro presente. El más importante es creer que somos moralmente superiores a los europeos que fueron testigos del Holocausto. Nada bajaría más la guardia y disminuiría la vigilancia que mantener este prejuicio.

No. Nuestra conciencia moral no está asegurada en ningún instinto moral. Y lo más estéril de la reflexión moral reside en que se pregunta acerca del deber al margen de las circunstancias. Aquí la filosofía, acostumbrada a las abstracciones, muestra su peor aspecto. En realidad, nadie sabe de qué es capaz hasta que no se pone en situación. En medio de estas abstracciones es muy fácil sentirse éticamente superior. Lo que hemos visto en estos días, y lo que debemos temer por encima de todo, es la oportunidad para las desinhibiciones que produce el deterioro de las instituciones. Ha bastado la presidencia Trump para que el número de delitos antisemitas se multipliquen en los Estados Unidos. La consecuencia es la siguiente: si promovemos una crisis institucional más general, capaz de originar una desinhibición amplia de actitudes violentas y criminales, entonces, cuando oponerse a esta tendencia implique ciertos riesgos, tendremos que preguntarnos por las probabilidades de una resistencia masiva de la ciudadanía.

¿Qué probabilidades de una tal crisis tenemos en el horizonte? En contra de los balances más optimistas, Snyder llama la atención sobre los escenarios posibles de una tal crisis. Para ello se inspira en el antecedente de Hitler y recuerda que el elemento central de la ideología hitleriana era precisamente el Lebensraum, el espacio vital en el que ejercer lo que él entendía como el derecho eterno de la supervivencia. No se puede olvidar que la condición existencial bajo la que este problema emergió era la primera globalización y sus incuestionables tensiones. Hitler sabía ya que tenía que pensar desde una escala mundial. El judío, sugiere Snyder, era para Hitler responsable de una perturbación ecológica y la única política ecológica adecuada era su exterminio como camino para purificar la tierra.

Es muy relevante poner en relación este problema con el de la crisis ecológica actual. Hitler, dice Snyder, sabía que había dos opciones para su política. Tenía la posibilidad de continuar con las investigaciones de una benzina sintética, o podía invadir Ucrania. Tenía la posibilidad de mantener y promover las nuevas técnicas de producción de alimentos, la revolución verde que por aquel entonces se iniciaba, o invadir todos los territorios del este y del oeste, desde Francia a los Sudetes y Polonia, desplegando una guerra de razas. De la misma manera, en la actualidad, tenemos dos opciones, pero solo un escenario: una crisis ecológica inevitable. Como Hitler, tenemos ante nosotros la posibilidad de acelerar las investigaciones para hacerle frente, pero también comienza a identificarse una segunda opción, la de comenzar de nuevo a ganar guerras, que anunció Trump hace unos días. Si no ponemos en relación estas declaraciones con la inevitable crisis ecológica que se avecina, no estaremos identificando los riesgos que alberga el futuro. En esos riesgos se pondrá a prueba de nuevo la fortaleza de nuestro sistema de convicciones éticas.

Pesimismo es una cosa y puede promover grandes resultados. Responder los augurios de catástrofe no mediante la sobria investigación, sino mediante el militarismo creciente y despreciar la ciencia en favor de una teoría conspirativa mundial, es algo peor que el pesimismo. Es generar ese ambiente de brutalidad apocalíptica que justifica la apelación a la desnuda supremacía. Sólo hay una forma de parar este camino. No el de la heroicidad particular. Sino el de hacer fuertes las instituciones en las que no se consienta la desinhibición del sálvese quien pueda, instituciones en las que no sea una heroicidad ser razonable.