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La medida del mal, según Todorov

En un libro admirable -El hombre desplazado- reflexiona Tzvetan Todorov sobre los problemas de escisión espiritual y social de emigrantes y refugiados. Nacido en Bulgaria y residente en Francia desde 1963, el gran humanista, cuya reciente muerte agravó la orfandad de la razón en este mudo desquiciado, escribe: «Mi traslado de un país a otro me enseñó a la vez lo relativo y lo absoluto. Lo relativo, pues ya no podía ignorar que no todo debía ocurrir en todas partes como en mi país de origen. Lo absoluto también, pues el régimen totalitario en el que yo había crecido podía servirme como unidad de medida del mal».

La medida del mal tiene hoy indicadores demócraticos como la indiferencia de hecho ante los miles de vidas que acaban en el fondo del mar cuando huyen del fanatismo y el hambre; el canon pagado a países pobres por hacinar a miles de supervivientes que intentan llegar a los países ricos; las deportaciones masivas y los aberrantes muros de contención; el veto a la entrada de ciudadanos que, con pasaporte de naciones castigadas por terroristas, son tratados indistintamente como tales; y la hipocresía de las democracias estables que pactan cuotas de acogida y no las cumplen, sin dejar de pregonar los principios que vulneran.

Estas barreras contra las migraciones desesperadas son la más elocuente medida del mal y auguran a la especie desdichas incalculables, como si no bastaran las bien conocidas consecuencias del racismo y la xenofobia, hoy disfrazados de problemas interiores como imposible justificación. Últimamente se habla mucho de 1984, la gran novela de Orwell, cuya premonición más visionaria es la del doublethink, el doblepensamiento que intenta legitimar un argumento y su contrario. Como define en verso Bertolt Brecht -y evoca Todorov- «saber batirse y no batirse / decir la verdad y no decirla / cumplir promesas y no cumplirlas / exponerse al peligro y no exponerse / hacerse reconocer y ser invisible».

Reivindicar el derecho a huir de la miseria y la represión polìtica o religiosa conlleva inseparablemente el deber de acogida. El primero está en la calle, en el territorio de la conciencia social y hasta en los programas políticos. El segundo no está ni se le espera, al menos por ahora. Seguirán las cumbres humanitarias definiendo y redefiniendo el problema y las obligaciones que comporta, pero tambien seguirá su contrario: el cierre de fronteras, los muros, los prejuicios del egoismo insolidario. Esta es la escisión más grave y profunda, la más amenazadora del inmediato futuro por solapar el incumplimiento en logomaquias pseudodemocráticas, cada vez más oportunistas y acomodaticias. Por sólida que sea, no hay fe capaz de procesar esta mentira.

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