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Homenaje en el teatro

El otro día me confundieron con un actor y me dieron un premio. La cosa así contada parece sencilla. Pero es como el pan: tiene su miga. El caso es que aquella mañana yo había seguido el consejo que siempre me daba mi abuela: «Tú ve bien vestido siempre no te vayan a dar un homenaje». Y eso hice. Me levanté (yo soy muy de levantarme, de hecho me levanto casi todos los días), realicé mis abluciones, me tomé una empanadilla y repasé mi colección de sellos. Leí una página del libro «88 maneras de hablar en público y no dar ni una sola idea» y salí a la calle, si no con mis mejores galas, con mi mejor chaqueta, una camisa como de ir a una boda a finales de los noventa, los vaqueros impolutos y esos zapatos que siempre se empeñan en llevarme al país de la poesía o a la valla de los epitalamios y no al trabajo, al tinte o a la peluquería.

Una vez me confundí, o se confundieron mis zapatos, y me tiñeron el pelo y me cortaron una chaqueta. Al revés habría sido mejor, en efecto. De esa guisa (siempre he querido utilizar esta expresión) iba yo tempranete cuando vi a una nube de fotógrafos (un día antes había visto un sol de fotógrafos y otra vez vislumbré una estrella de fotógrafos) que hicieron lo que hacen todos los fotógrafos del mundo cuando están en grupo: hacer fotos.

A veces hacen tantas y tan seguidas que acaban haciéndose fotos unos a otros, un sinfín de fotos, un fotofollón de no te menees donde la nube es turba y el jaleo es tal que hasta se oye en la foto. Y eso habiendo tantas fotos que no dicen nada. Bueno, que me comenzaron a fotografiar y por más que yo decía que no, más me subían a Istagram y a Facebook y a Twitter. Y allí estaba yo. Sin comerlo ni beberlo. Sobre todo beberlo, que comer por lo menos sí había comido una empanadilla. Acto seguido apareció un hombrecillo que me dijo, venga Alejandro, entra ya que se hace tarde.

A mí en la vida se me ha hecho tarde para casi todo, la verdad, pero no entendía a qué se refería aquel hombrecillo con cara de llamarse Eusebio Eduardo Bermúdez y tener un doctorado en Exactas por Vicálvaro. No me llamo Alejandro, dije. Pero sin saber cómo me vi dentro del teatro de mi barrio, que es un barrio con tendencia al drama. Allí estaban todos los conocidos y admiradores de Alejandro, sus fans y hasta un señor de Alpedrete con cierto parecido a López Vázquez. Me hicieron un paseillo y tuve que subir al escenario.

A estas alturas el lector se está preguntando dónde estaba el Alejandro de verdad. Pues anda que yo. Y una vez allí, arriba, expectación máxima, ¿qué hice? obviamente, no desfacer el entuerto. Y recibir aplausos. Una placa, besos. Un diploma. Flores. Y aquí estoy, contándolo por escrito. Con mi jefe detrás, que no sé por qué se empeña todo el rato en decir: venga Alejandro, ve acabando el artículo.

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