Después de un viaje en coche con James Joyce a través de Francia, Hemingway se prohibió volver a viajar con alguien a quien no amara. Y es que, como había adivinado Rousseau, los viajes mueven la naturaleza de cada cual hacia sus inclinaciones y exigen de los viajeros una afinidad innecesaria en otras circunstancias. Pero a su vez, los viajes son ellos mismos algo a lo que inclina la naturaleza humana, y de ahí que sea tan fácil y grato experimentar esa común condición entre viajeros.

De hecho, aunque son muchos los animales que se desplazan, algunos incluso continuamente, en realidad ninguno de ellos viaja. La razón es, a mi juicio, que para viajar es necesario tener una cierta idea global del mundo como tal a través del que nos movemos. Si careciéramos de una imagen del mundo, nuestros viajes dejarían de serlo y se convertirían en meras relocalizaciones. En realidad, para viajar hacen falta mapas, y no solo en el sentido práctico más elemental, sino que el viajero tiene que saber su posición en el conjunto para que su ir y venir sea propiamente hablando un viaje.

Los viajeros en avión lo han experimentado: como apenas se aprecia el viaje como tal en los vuelos modernos, se palía en lo posible con la visualización del desplazamiento en los pequeños mapas de los que se dispone individualmente. Es un subterfugio para eludir la realidad de que el hombre no puede viajar realmente a esa velocidad. La velocidad máxima a la que el viajero puede ir sin dejar de viajar es la que le permitiría dar «la vuelta al mundo en ochenta días», por ejemplo, es decir, en el tiempo necesario para asimilar y dar cuenta de los cambios.

Y es que propiamente no se viaja de un sitio a otro, sino a través suyo, y por eso no es lo mismo viajar que desplazarse. Lo primero tiende a no prescindir de la travesía, lo segundo la abreviaría tanto como fuera posible. Otra cosa distinta es que los viajes actuales suelan requerir desplazamientos previos tan rápidos y extensos como permiten los medios de comunicación. Pero incluso en ese caso nadie dice, por ejemplo, que ha viajado por el Atlántico hasta Nueva York, aunque físicamente lo haya sobrevolado, sino que es el lugar a cuyo través se deambula al que decimos haber viajado.

Así que, pese a lo que pudiera parecer, viajar es un movimiento más intelectual y sensitivo que físico, y por eso el motivo principal para hacerlo es de naturaleza cognitiva: el deseo de conocer el mundo, también con el propio cuerpo y todas sus potencias. Esa inclinación es genuinamente humana, y de ahí que según Octavio Paz, «el deseo de viajar es innato en los hombres; no es enteramente humano aquel que no lo haya sentido alguna vez».

Aunque no estoy seguro de que todos los hombres hayan sentido el deseo de viajar tan viva y universalmente como supone Paz, es cierto, sin duda, que el deseo de conocer el mundo afecta incluso a los lugareños más empedernidos que disfrutan con los relatos de los viajeros. Tales narraciones componen todo un subgénero literario, pero existen desde el inicio mismo de la literatura occidental: es célebre la curiosidad de Ulises que le llevó a conocer «el genio innúmeras gentes».

Viajar es siempre un lujo, aunque nos lo demos en medio de un desplazamiento impuesto por la necesidad. Y es que viajar es como leer con todo lo que somos. Y en esa suerte de lectura, el viajero juega a convertir la realidad que ve, huele, oye, toca y presencia en significados que permita asimilarlos como un cierto alimento. No hay que olvidar que «sabor» y «saber» tienen la misma raíz y en el fondo aluden a lo mismo: lo que se hace sustancia de nuestra vida.

Pero no basta con llegar a estar propiamente en los lugares a cuyo través se viaja, sino que es necesario, para decirlo con Ortega, poder convertir el viaje en equipaje. Esa necesidad de llevar con nosotros lo que hemos visitado ha movido toneladas de piedras de unos lugares a otros del planeta en los equipajes de turistas, y es la demanda que ha dado lugar a la próspera industria del souvenir.

Solo se viaja al sitio al que se ha viajado, por eso viajar se parece a estudiar en que también consiste en anticipar el recuerdo. Así que la memoria está trabajando calladamente desde el principio del viaje mismo elaborando la sustancia vital de los recuerdos que van a consumar el viaje. Los turistas que apenas miran el lugar en el que no paran de hacerse fotos son una triste parodia de ese protagonismo de la memoria en el viaje, aunque ellos parecen dispuestos a sustituir los lugares por sus amuletos de haber estado allí. Es un nuevo fetichismo revelador de la ansiedad viajera que colapsa la capacidad de viajar.

Por el contrario el viajero es, me parece a mí, un hombre contemplativo que prefiere no estarse quieto, pero que aspira mediante sus viajes no solo a conocer con degustación lo particular de los lugares a los que va, sino que, tal vez menos conscientemente, persigue ganar un punto de vista de amplitud ilimitada. Lo que el viajero quiere superar es la costumbre como límite vital, como cerrazón del horizonte y de los modos de mirar y de vivir porque, entre otras cosas, quiere ver de nuevo con esa mirada más aguda y atenta, más capaz de notar las diferencias en las que consiste de hecho ver.

Por eso la literatura y el pensamiento han fingido las cartas persas o marruecas o los relatos de viajeros en países de enanos y gigantes, para abrir un modo nuevo de ver lo propio. Por eso en tiempos de Ortega y Unamuno se bromeaba acerca del reformismo como la ideología española de los que habían viajado por Europa.

Pero repárese en que el reformista trae de vuelta una idea del mundo y de lo mejor que desea para su propia tierra. En cambio, el viajero contemporáneo con su avidez por lo exótico vuelve inclinado a coagular lo propio en lo castizo, en esta suerte de apoteosis del localismo entre frenéticos turistas. Se puede visitar el mundo entero y no guardar más que una colección fetichista de recuerdos, porque viajar requiere una cierta idea del mundo, o mejor, poder idear el mundo desde la experiencia de haberlo visto.