Se presentaba con la vitola del hombre del papa en España y ha sido derrotado. Carlos Osoro, arzobispo de Madrid, ha perdido la vicepresidencia de la Conferencia Episcopal Española que asume un repuesto Antonio Cañizares. Sus hermanos en el episcopado ya habían dado muestras de frialdad con la suerte de Osoro en su reciente regreso de Roma después de que Francisco le impusiera la birreta roja de cardenal. Ha quedado de manifiesto su desgaste, no solo entre el clero madrileño, sino también en el corazón de su hermanos, temerosos además de que el gran amigo del padre Ángel acaparara demasiado protagonismo y concentrara en sí mismo excesivo poder.

La herencia del todopoderoso Antonio María Rouco Varela ha quedado resumida en veinte votos, frente a los 52 de la mayoría del líder episcopal, un «tal Blázquez», de aquellos tiempos de su llegada a Bilbao, que goza de todo el reconocimiento ad intra. El arzobispo de Valladolid, profesor y pastor, no es enérgico pero se manifiesta clarividente, brillante teólogo y más semejante al papa Francisco, más misericordioso, afable y eclesial que el propio Osoro, en el decir de quienes tratan a ambos. Cañizares, vicepresidente, completa el tándem episcopal que sale como cabeza visible de esta «Iglesia en salida» en una España inestable e inquietante. Aunque el pasado le persigue, el arzobispo de Valencia se presenta en el tiempo cuaresmal con una auténtica conversión. Aquel cardenal que dejó Toledo para irse a uno de los dicasterios romanos en la línea de Benedicto XVI tan intelectual, ha vuelto más social, ahora sí, en la onda de Francisco.

Estos dos hombres, que superan los setenta, encaran tres años complejos para la Iglesia de España, por las reformas vaticanas que llegan y por la necesidad de reforzar su peso específico en la sociedad española ante los desafíos que se avecinan. Podemos, socialistas y hasta Ciudadanos guardan en sus agendas la nueva ley de educación, la financiación de la Iglesia, la eutanasia, la revisión de los acuerdos con la Santa Sede y una retahíla de medidas con la misma Iglesia como blanco. Blázquez, el rostro amable, representa al obispo sereno que a nadie provoca rechazo y con una discreción que para algunos puede parecer debilidad. A Cañizares le corresponde el papel de portavoz y guardián de la Doctrina de la Fe, de hablar de España, del «imperio del mal» (una idea de cuyo nombre se arrepintió), y de la ideología de género, llena de más interrogantes que aclaraciones. Blázquez y Cañizares administrarán el hospital de campaña que debe atender a una ciudadanía que de forma mayoritaria, con sus contradicciones, galas y autobuses, aún se siente católica.