La gente ha empezado a quejarse del sabañón en que se ha convertido la herencia. No se acepta ya el impuesto a la muerte, la gabela duplicada, el atraco gordo que perpetra el Estado en el bolsillo de quien recibe los ahorros de sus familiares. La protesta empezó en varias «plataformas» civiles, pero se ha extendido como aceite de oliva en papel de inodoro, comparación en que la idea de justicia es el aceite y la mentalidad popular, dado su estado general, es la humilde aunque imprescindible celulosa cagalar. El absurdo y elefantiásico armatoste administrativo inflige sendas exacciones al que vende y al que compra un inmueble; luego le va propinando al dueño un zurriagazo anual porque sí, habida cuenta que la basura, el alcantarillado, el agua, el reciclaje y cualquier otro servicio anejo a la propiedad se pagan aparte; y finalmente, cuando abandona este valle de tributos, sus hijos han de pagar por el derecho a seguir abonando recibos y apremios.

El denuedo recaudatorio de las autoridades ha llegado al nivel máximo, a la categoría draconiana, que supone perder los papeles y descargar un bastonazo tan tremendo, excesivo y desaforado que ha hecho crujir el nervio crematístico de la sociedad, oculto bajo los costrones caprichosos, irreflexivos e inmediatoides de la epidermis colectiva. El canon de sucesiones ha pasado, pues, al primer plano de la vida política nacional; está en boca de todos, y las autoridades no pueden seguir soslayándolo. No queda otra que suprimirlo, porque su presencia o ausencia serà condición sine quae non para emitir el voto. El audiovisualismo nos ha postrado las entendederas y nos ha endurecido la corambre hasta el punto de que tragamos falacias crudas y soportamos bien el vergajazo medio. El escarnio flagrante, la rechifla despiadada, el vilipendio inhumano, en cambio, todavía lo sentimos, y el Gobierno tendrá que abandonar el alcabalazo a los muertos para no ser atropellado por la indignación de los legatarios. El sabañón ha enrojecido mucho, y pica lo indecible.