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Los senderos que se bifurcan

Del centro mismo de la clase media surgen multitud de senderos que se dispersan en múltiples direcciones», sostiene la escritora australiana Helen Garner, apuntando hacia una de las causas del malestar que aflige al mundo desarrollado desde hace una década. El grosor de la clase media se reduce, sin que la dinámica económica y tecnológica mueva al optimismo, aunque de lo que hablamos en realidad sea de ese sector mayoritario de la ciudadanía que usa los servicios públicos y se beneficia en mayor medida del Estado del Bienestar. Quiero decir que, al menos en España, la definición que se ha impuesto de la clase media resulta muy genérica: comprendería las exitosas clases profesionales, pero también la inmensa mayoría del funcionariado que goza de gran estabilidad laboral, los trabajadores fijos de las fábricas, el pequeño empresario y -¿por qué no contar con ellas?- seguramente también las conocidas como generaciones low cost, que se caracterizan por su elevado consumo de ocio y de cultura a bajo precio. Como se puede comprobar, la definición de clase media resulta tan amplia y enmascara tantas diferencias patrimoniales y salariales que, seguramente, será poco útil a la hora de analizar la realidad de un país. Aunque sí nos habla de una percepción que se ha consolidado entre nosotros y que nos lleva a pensar que todos somos clase media. Y, de esa certeza llamémosle psicológica, surge «una multitud de senderos que se dispersan en múltiples direcciones».

La época gloriosa de la clase media abarca aproximadamente tres décadas, desde el final de la II Guerra Mundial hasta la crisis del petróleo en los años 70. En ese periodo, los hados se conjuraron a favor de la prosperidad de los ciudadanos. Por un lado, estaba el crecimiento demográfico favorable y el hartazgo de la ciudadanía tras una sucesión de terribles conflictos bélicos. Por otro, la aplicación a gran escala de la tecnología unida a la fortaleza de los sindicatos permitió masificar el consumo. De repente, el sueño de la mayoría de trabajadores europeos consistía en ser propietarios de una vivienda, uno o varios coches, una línea de teléfono, un televisor y en poder ir de vacaciones una o dos veces al año. Fue un proceso de expansión del bienestar que nos recuerda al que se está experimentando actualmente en muchos países emergentes, tanto iberoamericanos como asiáticos. Se desarrollaron las grandes políticas de redistribución social: del pago de las pensiones a la sanidad y de la educación pública al seguro de desempleo. La desigualdad disminuyó de forma drástica, básicamente por dos motivos: primero, porque se contaba con las condiciones favorables y segundo, porque las decisiones políticas fueron en gran medida acertadas.

Por supuesto que en España el gran periodo de construcción de la clase media fue muy distinto. El punto de partida era más bajo y la tradición industrial, escasa; la alfabetización masiva había sido un proceso incompleto y tampoco podemos obviar que la democracia llegó tarde. Cuando el PSOE de Felipe González impulsó en España, a principios de los ochenta, la creación de un Estado del Bienestar a gran escala, el momento dorado de la socialdemocracia europea ya había pasado. Era los años del liberalismo de Thatcher y Reagan, del inicio de la globalización y de la desregularización financiera. La demografía pronto no resultaría tan favorable, alterando los equilibrios presupuestarios. Diríamos que, en comparación con la europea, la clase media española es amplia, pero muy frágil. No sólo carece de tradición, sino también de profundidad y, en muchos casos, de la riqueza patrimonial suficiente.

Difícilmente Europa saldrá de esta situación de malestar sin ganarse el favor de esas clases medias, que no son las de arriba sino las que han empezado su descenso y que tanto dependen de la calidad y la generosidad de los servicios públicos, de la recuperación del empleo, de los salarios y de la buena marcha del ascensor social. No será fácil volver a la época gloriosa de la segunda mitad del siglo XX, entre otros motivos porque ni la demografía ni los avances científicos avanzan a buen ritmo. Una productividad estancada no constituye el mejor acicate para el crecimiento general de la prosperidad. Pero las dificultades estructurales no deben servir de excusa para olvidar cuál es el papel de las administraciones. Favorecer la cohesión social es un mandato democrático.

? Pasión europea. En febrero del año 2010, el brillante exabogado general de la Unión Europea y constitucionalista portugués Miguel Poiares Maduro dictó una clase magistral en la Universidad Humboldt de Berlín. Habló de Dante y la «Divina comedia», del sentido de la pasión en la sociedad y la necesidad de la razón en la construcción de la democracia. La pasión y la razón "constituyen una metáfora -argumentó- que me sirve para explicar cuáles son las características de una democracia exitosa. Al principio de la «Divina comedia», Dante se encuentra en una situación de dificultad existencial como le sucede a la Unión Europea en estos momentos. Virgilio -el poeta romano de la razón por excelencia- le guía a través del Infierno y el Purgatorio hasta alcanzar las puertas del Paraíso. Pero entonces, llegados a ese punto, se nos explica que Virgilio, al disponer tan sólo de la razón, no puede entrar en el Paraíso. Ese privilegio, en cambio, se le había concedido a Beatriz, el amor juvenil del poeta toscano, que representaba la urgencia indispensable de la pasión. "«Con esta metáfora -prosigue Poiares-, Dante nos ofrece una lección sobre la vida, que también puede resultarnos útil para analizar las democracias. Todas las democracias exitosas necesitan una mezcla adecuada de pasión y razón».

El dilema que se plantea no es baladí: ¿puede edificarse un proyecto como el europeo sólo con los muros de la calidad institucional y la prosperidad que se asocia al libre comercio? La respuesta inmediata -como hemos podido comprobar a lo largo de estos últimos años- es que no. Sin símbolos comunes, sin una clara idea de futuro y, sobre todo, sin una narrativa compartida que alimente la lealtad hacia una dinámica de integración supraestatal más profunda, difícilmente se puede avanzar de un modo correcto. Acontecimientos como el brexit apuntalan este supuesto. La mera razón institucional, legal, económica o burocrática no es capaz por sí sola de construir una identidad europea, ni de proyectarla con fuerza hacia el mañana. Ponerse al frente y liderar forma parte de las exigencias mínimas que los políticos europeos deben asumir si no quieren constatar cómo las deficiencias actuales de la UE erosionan irremediablemente el anhelo de integración.

En esta línea es como debe interpretarse la reciente reunión en Versalles de los países líderes de la Unión. Una Europa a dos velocidades supone precisamente el propósito de introducir un elemento de pasión entre los muros de la mera tecnocracia. Una mayor integración militar, por ejemplo, acentuaría la autonomía europea frente a la dependencia de los Estados Unidos; pero, al mismo tiempo, exigiría un plus de responsabilidad y de compromiso. No fueron los únicos temas que se trataron: ahí están las cuestiones fundamentales de la fiscalidad y la deuda pública, la protección de las fronteras y las políticas de inmigración, el papel del Estado del bienestar y los derechos sociales? Por supuesto, se trata de un debate sin duda polémico entre socios iguales que persiguen intereses contradictorios, aunque difícilmente tiene vuelta atrás. Una Europa con primera y segunda división es un continente cuyos países -al menos, algunos de ellos- están dispuestos a asumir una dosis de pasión en sus vidas. Y eso implica aceptar más esfuerzos, un mayor saneamiento y la firme voluntad de no dar marcha atrás.

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