Están desbordados los aljibes de nuestro olivar en Tara de Viver y el suelo cubierto de margaritas amarillas. Es un finca que marcha sola, en modo casi silvestre, cuidada de lejos y sometida al principio de la firmeza de vocaciones: el que más se empeña en vivir, vive. Las coscojas forman un sólida, bruñida muralla junto al muro de contención de la primera terraza y zumba en su torno un halo de abejas que no nos permiten acercarnos a los almendros y romerales, rodeados, casi rehenes, de las ramas charoladas y espinosas del macizo bellotero, formidable, que los va engullendo, imagen de la vida desaforada. De todas formas siempre cosechamos algo (¡A Dios pongo por testigo de que nunca volveré a pasar hambre!), esta vez espárragos silvestres que luego, en casa, comemos con un huevo revuelto. Estoy a régimen y sigo soltando lastre más despacito de lo que quisiera.
Los almendros llevan muy bien, con espíritu recoleto y novicio, el embarazo de sus flores que se van hinchando primero y coloreándose después hasta llegar a ser almendra pequeña y verde, una cápsula de terciopelo menudo. Aún no han brotado las parras, pero si las flores del ciruelo y el albaricoquero y, por vez primera, veo las del membrillero ¿Siempre estuvieron allí y no las vi? Hipótesis acerca de la majestad última de mi despiste ¿O es que no florecen hasta cierta edad? Supuesto metafórico acerca de la paciencia como remedio seguro -y preventivo- de la irritación. El caso es que no me las imaginaba tan hermosas: blancas cuando se abren; de un rosa vivo, casi un carmesí pálido, cuando los pétalos se apiñan en el capullo.
Los hojas nuevas y los higos nacientes han surgido a la vez, aquí descubro algo todos los días y para mantener expeditos los caminos (del conocimiento) tomo las tijeras de podar y la emprendo con los zarzales, que ya tienen su sitio y no es cosa de que lo invadan todo. Ha llovido bien y estos secanos se empapan con discreción, disimulando, como un campesino temeroso de revelar sus bienes.
