El lema que sirve para titular este artículo recorrió plazas y se instaló en la mente de millones de personas que protagonizaron un movimiento social sin precedentes en la primavera de 2011. Ese movimiento y las mareas que vinieron después, sin duda están en la base del gran cambio político ocurrido en España en junio de 2015. Desde entonces, las grandes ciudades españolas como Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza o Santiago, decenas de otras ciudades y algunos gobiernos regionales cuentan con gobiernos plurales de izquierda fruto de aquel proceso.

Casi dos años después, el balance que yo hago es, en general, positivo. Han quedado atrás prácticas y visiones de una involución conservadora en materia de políticas públicas plagada de episodios de mala política y de captura del Estado. Se han abordado cuestiones fundamentales devolviendo a la esfera pública el protagonismo necesario para garantizar principios fundamentales: dignidad, decencia, equidad, justicia social, redistribución y respeto al territorio y al medio ambiente. Iniciativas políticas que tienen que ver, en lo fundamental, con la legítima voluntad de un gobierno de potenciar los servicios sociales, la enseñanza o la sanidad públicas. En coherencia con sus ideas y principios impulsan medidas que descansan en visiones alternativas a las políticas ultraconservadoras que fueron hegemónicas durante décadas. Esta es la base de la democracia representativa. Enfoques alternativos que son visibles en ámbitos muy distintos: transparencia e integridad, lucha contra la corrupción y el despilfarro, modelo de ciudad, modelo educativo y sanitario, políticas sociales, gestión prudente del territorio y de los recursos, energía, movilidad, vivienda o modelos de participación. En paralelo, en algunos casos han tenido que partir de situaciones de grave deterioro y pérdida de confianza en las instituciones. Y todo ello en condiciones muy precarias en términos de disponibilidad presupuestaria, cuando no de clara discriminación y distribución arbitraria de inversiones por parte de un gobierno central conservador.

Pero muchos de estos gobiernos ya han podido constatar la exasperante lentitud con la que se desarrolla una agenda de reformas. Que la democracia también es conflicto, afortunadamente. Que la tarea de gobierno es, a la vez, decepcionante e ilusionante, porque en la mayoría de ocasiones has de decir no, pero se puede hacer mucho bien a muchos ciudadanos en especial a los más vulnerables. Que gobernar implica ser capaz de construir consensos, de explicar pacientemente el sentido de las iniciativas y de conciliar intereses muy distintos en el seno de sociedades complejas. Que también significa priorizar, liderar proyectos compartidos e incluir el pensamiento estratégico en la agenda. Que gestionar bien es muy importante. Que hay que dar ejemplo evitando todo atisbo de utilización indebida o prepotente de la administración, de falta de transparencia o de amiguismo. Que la tarea de gobierno no tiene nada de emocionante o heroico. Pero que si se tiene voluntad, coherencia, un relato consistente y una hoja de ruta clara, al final se consolidan procesos y se garantizan derechos que muchas veces son irreversibles.

Naturalmente que se pueden hacer más cosas e incluso se puede ser más ambicioso e innovador. Por citar algunos ejemplos próximos, en calidad institucional (uno de nuestros mayores déficits), reducción de las desigualdades, mejora de la productividad, políticas activas de empleo, medidas incentivadoras de la coordinación y la cooperación, gobierno de las regiones metropolitanas, universidades o gestión sostenible de recursos y residuos, entre otros muchos ámbitos de la acción de gobierno.

Sin embargo, no creo que el mayor desafío para los gobiernos plurales de izquierda esté en este campo, sino que se sitúa en un plano más intangible y profundo a la vez. La política es percepción y hay riesgo de que se instale la idea de que las izquierdas se dedican no tanto a facilitar como a prohibir, bloquear o limitar iniciativas relacionadas con la promoción de la actividad económica. También a poner obstáculos que dificultan el desarrollo de nuevos proyectos y que por tanto se pierden oportunidades para crear empleo. Una percepción que se añade a la ya conocida de que la izquierda ofrece menos seguridad que la derecha para gestionar la economía. Lo he podido constatar a propósito de un reciente congreso internacional en el que se ha analizado la situación de las grandes ciudades españolas y en todos los casos esa sensación se evidenció con ejemplos muy variados: turismo, demora excesiva en la concesión de licencias de actividad, desarrollos residenciales, centros comerciales, movilidad o gobierno del territorio. Si miramos en nuestro entorno próximo esa sensación también se puede trasladar a ejemplos recientes de los que los medios se han ocupado.

Cambiar percepciones culturales es complicado y lento y revertir procesos más de veinte años de gobiernos conservadores aún más. Es como pretender cambiar el rumbo de un gran transatlántico. La derecha política y sus fieles escuderos van a trabajar dos ideas. En primer lugar, el cinismo político -«todos son iguales»- y en segundo lugar, la supuesta incapacidad de una izquierda obsesionada con prohibir que limita las posibilidades de crear empleo. En el primer caso tendrán dificultades puesto que no es sencillo contraponer episodios de mala gestión o desajustes en equipos de gobierno de izquierda, fruto en gran parte de la inexperiencia, con la aparición durante gobiernos conservadores de tramas organizadas dedicadas a saquear administraciones públicas y a hacer negocio a costa de privatizar la parte que era negocio de servicios públicos.

Es la segunda idea marco la que puede provocar mayor desgaste a los gobiernos plurales del cambio. De ahí la necesidad de recuperar aquel lema -«vamos despacio porque vamos lejos»- y no empeñarse en sustituirlo por un «vamos deprisa porque vamos cerca». A veces, defender posiciones muy radicales no hace sino allanar el camino al retorno de gobiernos conservadores que desharán en meses los escasos avances conseguidos. Cualquier gobierno plural de izquierda ha de pensar en un ciclo largo para consolidar cambios. Sin embargo, a veces algunos transmiten la sensación de que quieren hacerlo todo en 48 meses o, aún peor, que solo piensan estar en el gobierno 48 meses. Se puede tener razón pero perder el gobierno. Y en ese caso, tener razón en la oposición sirve para muy poco. Porque los cambios duraderos se hacen desde los gobiernos, con mayorías parlamentarias y en no menos de ocho años. Por ello han de ser capaces de encontrar el difícil equilibrio entre lo que se pretende y lo que una mayoría social espera. Combinando la firmeza en defensa de un modelo alternativo en el diseño de políticas públicas, con el apoyo a políticas de promoción económica con la flexibilidad, el diálogo y la pedagogía que sea necesario. Este es un intangible muy delicado pero fundamental. Porque si ese equilibrio se rompe puede darse el caso de que un gobierno cargado de razón, que impulsa medidas a todas luces adecuadas, vuelva la vista atrás y compruebe que aquella mayoría electoral de 2015 no se ha convertido en una mayoría social. Han de combinarse luces cortas con luces largas. Aunque en ocasiones haya que defender a los gobiernos de izquierda de sus supuestos más firmes y radicales defensores. Porque si dentro de 24 meses no mantienen sus mayorías, el esfuerzo habrá sido en vano y perderán aquellos grupos más vulnerables para los que los poderes públicos son esenciales.