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Xi no puede jugar al golf

Los líderes de China y EE UU se miden por primera vez, con Corea y el comercio como cuadrilátero

El presidente chino, Xi Jinping, llegó ayer a Florida para protagonizar el primer encuentro entre los máximos responsables de los dos gigantes mundiales. Xi, que no se alojará en Mar-a-Lago, tiene una densa lista de asuntos que debatir con Donald Trump. Aunque no podrá hacerlo con unos palos de golf en la mano, como le gusta al magnate, porque desde 2015 los miembros del PC_chino tienen prohibida la práctica de ese juego. En el Imperio del Centro, el golf, al igual que los clubs de campo, ha quedado asociado a la corrupción que la élite comunista se empeña en demostrar que combate.

La economía y Corea del Norte son los dos ejes de una cita calificada de difícil. Un encuentro al que Trump llega algo lastrado por todas las amenazas que lanzó contra Pekín en campaña y por el error de haberse pasado enero y buena parte de febrero renegando de la política de una sola China y poniéndole ojitos a Taiwán. Sin embargo, en las últimas semanas ya no se ha vuelto a oír hablar de los aranceles a la exportación china. Los mejores analistas económicos desgranaron desde el principio las numerosas razones por las que esas tasas, variables entre el 30% y el 45% según el estado de ánimo de Trump, serían una cuchillada en la espalda de EE UU. Al margen de su brutal efecto inflacionista, basta un dato para entender la vacuidad de la amenaza: el 40% del déficit comercial de EE UU con China es debido a exportaciones de empresas estadounidenses deslocalizadas.

Tampoco se habla estos días de las supuestas manipulaciones de China para devaluar su moneda y así hacer más competitivas sus exportaciones. Tal vez porque, al decir de los expertos, la China que en 2015 sufrió un estruendoso batacazo bursátil está más bien empeñada en lo contrario: en invertir la curva bajista del yuan, provocada entre otras causas por una deceleración de la economía que ha dejado añejos sus días de pastel codiciado por los inversores. Como quiera, la China hiperproteccionista de Xi y los EE UU neoproteccionistas de Trump tienen mucho que dialogar para abrir productivas rendijas en sus murallas. Máxime cuando el abandono por EE UU del Acuerdo Transpacífico, calificado por muchos observadores de gran error, deja un vasto terreno por conquistar en torno a los flujos comerciales asiáticos.

Corea del Norte es, por otra parte, la punta del iceberg de las tensiones geopolíticas que enfrentan a las dos potencias. El régimen de Pyongyang, cuya pervivencia depende de China, es un engorro incluso para Pekín. Es verdad que el PC chino lleva décadas usando Corea como punta de lanza en sus fricciones con sus vecinos, aliados todos ellos de EE UU. Pero, a la vez, el vacilante programa nuclear norcoreano, que hunde sus raíces en tecnología civil rusa con algunos aportes paquistaníes, no deja de ser un motivo de preocupación para los jerarcas de Pekín. Tanto porque aumenta el espejismo de autonomía del régimen de Pyongyang frente a China como porque un "accidente" con Japón o Corea del Sur provocaría una escalada que los chinos aún no desean y que, de momento, ya ha llevado a EE UU a iniciar la instalación preventiva de un sistema antimisiles en Corea del Sur.

El garbanzo norcoreano sobrevive en un universo de tensiones crecientes entre China y sus vecinos, y por tanto EE UU, en el mar de Japón y en el de la China Meridional. La escalada verbal en ambos escenarios, que como puede comprobarse en un mapa son contiguos, está lejos de apaciguarse y tiene como motor de alimentación un antagonismo chino-japonés que, a diferencia de conflictos europeos como el franco-alemán, no quedó resuelto con la II Guerra Mundial y se ha agravado tras la llegada a la jefatura del gobierno nipón de un "halcón" militarista como Shinzo Abe. Por no hablar de la toma de posiciones del yihadismo en Indonesia o Malasia.

En esas condiciones, las amenazas directas a Corea del Norte lanzadas por Trump comportan el riesgo de descompensar antes de tiempo un equilibrio inestable. China, que el pasado verano amenazó con acciones militares si se obstaculiza su dinámica expansiva en los dos mares citados, no tiene ninguna prisa en alterar el statu quo actual. Sencillamente, se está preparando para el horizonte de previsible confrontación entre los dos gigantes, que sus expertos no sitúan antes de 2050. Aunque los regalos concedidos a los dirigentes chinos por la impericia de Trump estén llevando a los impacientes a estimar inminente la pérdida por EE UU del liderazgo mundial.

Ahora bien, ni en Pekín ni entre la fracción pensante de la administración Trump se ignora que las chispas traen riesgo de incendio. De ahí que la difícil cita de Mar-a-Lago haya sido diseñada como un cauce para rebajar tensiones. El hecho de que haya sido muñida por Jared Kushner -yerno de Trump y prudente, al parecer, secretario de Estado en la sombra- permite esperar que la presida la moderación. Si así fuere, se confirmaría además que la sustitución del general Flynn por el general McMaster al frente del Consejo de Seguridad Nacional está dotando de rumbo y sensatez a la caótica política exterior de Trump. Una sensatez cuya prueba mayor habría sido la salida del Consejo, el pasado miércoles, del mesiánico Steve Bannon.

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