La pasada legislatura autonómica estuvo tristemente caracterizada por la aplicación de duras políticas de austeridad, por políticas de dudosa utilidad social y por notables escándalos de corrupción. Sin duda, todos estos temas condicionaron negativamente la imagen del PP, así como sus resultados electorales. La llegada del gobierno del Botànic ha supuesto, por el momento, una cierta bocanada de aire fresco en los modos de actuación de la Generalitat Valenciana. La creación de la Conselleria de Transparència permitió escenificar la voluntad de ruptura con el funcionamiento de los últimos gobiernos populares, como mínimo en lo que a la corrupción se refiere. De ahí también los acuerdos con Transparencia Internacional, la voluntad de avanzar en la regulación de los lobbies o las mejoras en difusión de información a la ciudadanía.

Donde más lentamente parece avanzar el nuevo gobierno autonómico es en establecer mecanismos para conseguir el máximo rendimiento e impacto social de los recursos públicos. No se trata sólo de evitar el despilfarro o las posibles corruptelas del pasado, sino de orientar la acción de gobierno para asegurar que los objetivos políticos definidos por los partidos del Botànic consiguen ser traducidos en políticas públicas implantadas con efectividad e impacto. Para ello, algunas de las herramientas fundamentales son el impulso de procedimientos cada vez más inclusivos en la fase del diseño y, sobre todo, de la evaluación final de todos los programas públicos.

La evaluación es un ejercicio básico en el desarrollo de toda política que tiene como finalidad asegurar el cumplimiento de los objetivos previstos. Obviamente, esto presupone que ha existido una cierta planificación inicial y que se han destinado tiempo y recursos a medir el grado de consecución de esos objetivos. Como todo concepto en el ámbito de las ciencias sociales, su uso remite a significados variados, de ahí que existan distintas tipologías de evaluación. De todos modos, la esencia de toda evaluación no consiste medir coste/beneficio o en analizar diseños, sino en comprobar el impacto que una actuación de las administraciones públicas (o de aquellos en quien deleguen su ejecución) tiene sobre la sociedad. El matiz no es baladí y, obviamente, requiere de nuestras administaciones públicas unas capacidades de las que a menudo no dispone. Remitimos sobre esto a los artículos publicados hace unos días en estas páginas por Andrés Boix y Joan Romero.

En una reciente investigación sobre el uso de la evaluación en la Generalitat Valenciana hemos constatado que en buena parte de sus departamentos existen desde hace años planes estratégicos que desarrollan objetivos y establecen mecanismos de evaluación. Sin embargo, con la información que hemos conseguido acumular a través de entrevistas o informes de seguimiento, la evaluación (especialmente la de impacto social) tiende a quedarse en muchos casos como un aspecto meramente formal: en el papel se expone una metodología más o menos sofisticada, pero ésta nunca llega a aplicarse (y, menos todavía, a difundirse sus resultados). Con lo que no se genera ningún impacto. Dejar proyectos sin evaluar supone perder conocimiento sobre si los recursos públicos son efectivos, es decir, si tiene sentido mantenerlos desde el interés público. Obviamente, hay otras lógicas, como la clientelar, los réditos electorales o las lógicas de poder dentro de la administración que también pueden justificar la existencia de determinadas políticas y en los que la evaluación debe quedar en un plano mucho más discreto.

En línea con otras investigaciones sobre el uso de la evaluación en España o en nuestro entorno, también hemos podido constatar notables desigualdades entre departamentos o direcciones generales. En algunos casos hemos detectado buenas prácticas: Educación cuenta una agencia específica (la AVAP) para evaluar diversos aspectos de la educación superior; Sanidad lleva una larga trayectoria evaluando los planes de salud; o Transparencia, que ha introducido mejoras sustanciales en la evaluación de sus planes de cooperación internacional. En otros, como en Servicios Sociales, en Agricultura o en el Servef, su uso es demasiado ocasional a pesar que parecen empezar a darse pasos en la buena dirección.

En nuestra investigación sugerimos algunas medidas que podrían contribuir a mejorar el uso de la evaluación en la Generalitat Valenciana: crear una institución parecida al Ivàlua en Cataluña dedicada al impulso de los estudios de evaluación, mejorar la formación en esta materia entre la función pública valenciana a través del IVAP, implantar la planificación estratégica en aquellas áreas donde no ha llegado todavía, dotar a les Corts Valencianes de un organismo encargado de controlar los resultados del gobierno (y no sólo su contabilidad). Sin embargo, somos conscientes de que las mejoras en el diseño institucional son sólo una parte de la solución. Al final, el uso de la evaluación depende de un cambio cultural que no puede hacerse de un día para el otro: supone formar una comunidad de evaluadores, mejorar la colaboración entre la Generalitat y las universidades, desarrollar en los decisores públicos una cultura orientada a asumir errores, a formarse y a mejorar continuamente. En definitiva, todo un desafío en el que todavía queda un largo camino por recorrer.