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Orden y desorden liberal

De Bretton Woods a Trump: lo que nos ha traído hasta aquí

Donald Trump mostró hace unas semanas con un gesto cuán frágiles son las convicciones del G20, el foro que, en ausencia de otras instituciones multilaterales consistentes, ha funcionado durante la crisis como remedo de gobierno económico mundial. Una indicación de EE UU ha borrado la condena del proteccionismo de la declaración final de una cumbre de ministros de Finanzas de las veinte mayores economías del planeta, una mención recurrente que hasta ahora formaba parte del ADN de esa organización. "El final del multilateralismo y del orden liberal va a llegar", podría predecir algún gurú versionando una célebre y ebria afirmación del dramaturgo Fernando Arrabal sobre el "mileniarismo". Por "orden liberal mundial" se tiende a considerar el que emergió de los acuerdos de Bretton Woods en 1944, cuando, a las puertas del final de la II Guerra Mundial, las naciones aliadas pactaron los mecanismos para establecer un nuevo sistema comercial y financiero internacional que propiciara un desarrollo económico equilibrado y perdurable. Nacieron allí el Fondo Monetario Internacional (FMI), concebido como herramienta de auxilio a países en crisis; el hoy Banco Mundial, primero para apoyar la reconstrucción de las naciones devastadas por la contienda y después para fomentar el progreso de los países pobres, y la Organización Internacional del Comercio (OIC), llamada a remover los obstáculos para el intercambio de bienes y servicios, y también de ideas e innovación, como factor esencial de prosperidad. Esa última institución no llegó a crearse. La reemplazó durante cincuenta años un acuerdo arancelario de menor calado (el GATT), que convivió con la aparición de pactos de ámbito regional. No fue hasta 1995 cuando se constituyó la actual Organización Mundial del Comercio (OMC), encargada de fijar las reglas comerciales e intervenir en caso de controversia. Ese tardío alumbramiento es una evidencia de las enormes dificultades para casar los intereses que remueve la actividad comercial. Otra prueba de ello es la extraordinaria lentitud de las sucesivas negociaciones entre los países miembros para avanzar en la liberalización. El último de esos intentos, la llamada Ronda de Doha, comenzó en 2001 y sigue en el congelador. Con independencia de los éxitos y fracasos de ese mecanismo, el comercio mundial experimentó en las décadas anteriores a la crisis un crecimiento extraordinario (las exportaciones avanzaron sistemáticamente muy por encima del PIB), a lomos de la globalización tecnológica. Esa tendencia declinó después de 2008, en apariencia por razones coyunturales (caída de la demanda, pérdida de empuje de los países emergentes...), aunque hay autores que lo atribuyen también al rebrote del proteccionismo y quienes asimismo vislumbran que, más que un bache temporal, lo que viene es un cambio de época. El comercio internacional es un motor de riqueza y de progreso que ha reducido la desigualdad entre países y sacado a miles de millones de personas de la pobreza. Pero dentro de los países, y particularmente en los de Occidente, tiene ganadores y perdedores. La apertura exterior enriquece a los sectores más dinámicos, sólidos e innovadores, en tanto que pone en riesgo las actividades que no pueden competir en precio o en calidad. La exigencia permanente de competitividad genera por un lado empleos de alta cualificación y remuneración, pero por otro deprime los salarios y destruye trabajo en las empresas más expuestas a la competencia de países con costes de mano de obra más bajos o regulaciones poco o nada estrictas (laborales, ambientales, tributarias...) El pensamiento keynesiano que había detrás de Bretton Woods -el economista británico John Maynard Keynes tuvo un papel principal en la gestación de los acuerdos- venía a asignar a los estados el papel de compensar los efectos nacionales de esa dinámica de ganadores y perdedores mediante políticas impositivas y de gasto público que redistribuyeran los beneficios del crecimiento económico impulsado por el comercio global. Con el soporte político de la democracia (salvo en España y en Portugal, con dictaduras, y en los países de la órbita soviética), el Estado del bienestar cumplió esa función en Europa y en EE UU y contribuyó a décadas de prosperidad económica y estabilidad política en el siglo XX. Puede decirse que después de 1980 empezó la otra versión del orden liberal que nos ha conducido hasta las circunstancias de hoy. El nuevo paradigma (nacido del colapso económico del anterior tras la crisis de 1973, de la llegada al poder de Ronald Reagan en EE_UU y de Margaret Thatcher en Reino Unido, y del final de la "Guerra fría") puso lo que quedaba de Bretton Woods al servicio de las fuerzas libérrimas del mercado e indujo un proceso de desregulación y de reducción del sector público y del Estado del bienestar en los países desarrollados. La economía mundial creció y mucho en los años siguientes, pero la combinación de un mundo sin fronteras para el comercio y de la pérdida de efectividad de los estados-nación para compensar a los perdedores en Occidente nos ha traído hasta aquí, hasta la desigualad rampante y la desafección popular hacia los partidos moderados. Hasta Trump y sus "tuits" proteccionistas. Con él y otros como él al mando, estará en riesgo el orden liberal en cualquiera de sus versiones, el Estado del bienestar y puede que también la democracia.

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