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Tradiciones pascuales sacras y profanas

No soy creyente de las parafernalias religiosas pero no me gusta conculcar las tradiciones, ya sean sacras o profanas. Evito beber alcohol o comer jamón si estoy de visita en algún país o entorno musulmán, o comer un arroz de fesols i naps en pleno viernes de Cuaresma, como tampoco entro con chanclas en una catedral. Se trata de una posición de respeto, a sabiendas de que la mayoría de las personas sigue las pautas heredadas sin reflexión espiritual ni discernimiento antropológico, por más que todas tienen un origen en clave trascendente.

Las procesiones de la Semana Santa corresponden, por ejemplo, al calendario lunar que heredamos de la tradición hebrea, a la que sigue la Pascua con sus huevos y conejos, ritos vinculados a la fertilidad de la primavera y también de origen judío. Resulta curioso, sin embargo, que los desfiles de capirotes e imaginería barroca cubran un mapa español que tiene su norte en Castilla y culmina en el profundo sur andaluz, ese sur que también salpica a la Murcia de Salzillo, la Vega Baja y Alicante, con alguna nota suelta en la Semana Santa del Grao de Valencia o en la de Xàtiva. Hacia las montañas de Castellón y Aragón, sin embargo, triunfan los tambores, altisonantes y estruendosos.

En cambio, los antiguos territorios de la Corona de Aragón, y Francia, tienen más predicamento por la Pascua. En las regiones occitanas esconden los huevos de chocolate por los jardines y el conejo de la Pascua trae regalos. En Inglaterra los conejos son de chocolate y las chicas ponen cintas de colores en torno a un palo campestre, mientras que en Alemania lo que pintan de formas y colores son los propios huevos. Diferencias de matiz como se ve en torno a la merienda europea.

En Cataluña, las monas de la Pascua son de chocolate, y en Valencia son panes dulces que se llaman panquemados si son redondos y con remate de clara de huevo, aunque en otros sitios llaman monas a los panquemados (¿o es lo mismo y, como siempre, la confusión es lingüística?) que se buscan en los hornos de Alberic y Masalavés. Mona o panquemado, longaniza seca y huevo duro es lo típico en tierras valencianas cuando llega la Pascua. Mona es una palabra de evidente origen árabe, así que no es fácil que tenga que ver con el pan ácimo que comían los hebreos cuando salieron de Egipto guiados por el príncipe Moisés, hermano del faraón Ramsés y seguidor de un dios solar según escribió Freud en «El malestar de la cultura».

Durante la Semana Santa y las vigilias lo debido para comer es el bacalao. Mandonguillas de bacalao (mandonguilla o albóndiga, otro arabismo), paella de bacalao con coliflor, guisado de bacalao, el potaje de garbanzos con bacalao, espinacas, huevo duro, almendras y piñones? O el más sofisticado bacalao noruego skrei, fresco y a la brasa, cuya ijada mucho más sabrosa que el lomo pude degustar este Jueves Santo en un chiringuito de Benidorm. El bacalao es un pescado elegante y fino, que transforma su sabor en profundo cuando se le sala y que durante siglos fue sustento fundamental de media Europa del interior adonde no llegaban otros pescados. Se colgaban a docenas en las cocinas y duraban meses como se mostraba en El perro del hortelano de Pilar Miró sobre la comedia de Lope de Vega.

Pero por más que se las respete, las tradiciones tienden a languidecer y, finalmente, a desaparecer, o a asimilarse con nuevas corrientes o costumbres aportadas por otros. Siempre ha sido así. Octavio Paz lo explica muy bien a propósito de la traslación de ritos aztecas y demás pueblos precolombinos en el catolicismo mexicano. De esto mismo habla con gran rigor el mitólogo americano Joseph Campbell, quien explica como antes de la llegada de los pueblos indoeuropeos las deidades eran femeninas, dedicadas también a la fertilidad y mucho menos belicosas que los dioses derivados del sol y de la guerra. La gran diosa de Campbell no tiene que ver con el matriarcado, pero si que nutrió tradiciones paralelas sobre todo en las riberas del Mediterráneo, donde lunas, ninfas y sirenas poblaron cuevas, sotobosques e ínsulas. Ese mundo espiritual vino a nosotros a través de las vírgenes. No es de extrañar, pues, que algunos vean en las procesiones santas de la Macarena y otras señoras celestiales un ritual con aromas fuertemente paganos. Para un protestante debe ser evidente.

Hay quien critica las corrientes de aculturación y se cabrea porque los niños importen de la tele fiestas ajenas como Papá Noel, el roscón de Reyes o las calabazas de Halloween. No hay que ponerse tan intransigente y místico con las tradiciones. Todo viene y va, en un eterno retorno. Las Fallas apenas pierden su rastro en el siglo XVIII valenciano, pero ese ceremonial del fuego y la ignición de lo viejo hunde sus raíces en la noche de los tiempos. ¿Acaso importa que sepamos el origen sefardita del cocido madrileño, nuestro puchero u olla, para comerlo con gusto? O tal vez sí convendría que supiéramos mucho más de dónde venimos para discernir adónde vamos. Sobre esos temas tan del tuétano de lo español escribió Caro Baroja, pero ahora ha caído en desuso el estudio del costumbrismo y la fiesta, pues se prefiere hacer historia con mayúsculas como si una supuesta verdad se escondiera en cada revuelta del tiempo pasado.

Uno de nuestros mejores historiadores, Rafael Narbona, ha recorrido el camino inverso, acaba de publicar un magnífico libro sobre el origen de las fiestas medievales en la ciudad de Valencia, cuyo carácter a la vez sacro y lúdico está ya fuera de toda duda gracias a este y otros estudios. Hay que tener en cuenta que hasta la demócrata Atenas de Pericles dedicaba la mayor parte de sus días no a la discusión cívica sino a la sagradísimas procesiones de las Panateneas.

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