No hay nada más falso que una amistad de casino. Taylor Sheridan, el guionista del filme Comanchería, que debe saberlo, ha escrito una escena memorable en la que Ben Foster, que encarna al hermano tarambana de los dos protagonistas, se enfrenta a un cacique comanche en la mesa de la ruleta. Se trata de una escena central, porque define el espacio telúrico en que se mueve la película, las llanuras de Texas. Su interés permite elevarla a clave simbólica de la película, que desde luego pretende definir, como tantas otras, la esencia de América del Norte. En ella ese hermano, recién salido de la cárcel, un blanco pobre y alocado, se enfrenta a un viejo cacique. Cuando los dos personajes están frente a frente, y cuando puede pasar cualquier cosa, surge el instante del reconocimiento y del respeto. El indio amenazante le explica a su rival, que ha levantado la mesa, que un comanche es el que sólo tiene enemigos. «Entonces yo soy un comanche», le dice el blanco pobre, que lleva en su frente el estigma de la tragedia.

Esa frase se queda grabada en el espectador todo el tiempo que dura la película y no deja de recordarla en cada uno de los momentos centrales de la trama. De hecho, su sentido concierne a todos los que habitan la espléndida tierra de Texas, fotografiada con esmero en el filme, para mostrar el contraste entre el esplendor de las praderas y la miseria de las pequeñas localidades, donde todo está ya en poder de los bancos. Una lucha de todos contra todos, una enemistad radical, ese parece el espíritu que la tierra de los comanches impone a los que se la han disputado siglo tras siglo, hasta los nuevos propietarios, los banqueros. Y por eso, una furia contenida contra los bancos atraviesa la película, cuyo título original Hell or High Water se refiere a las cláusulas leoninas de los préstamos hipotecarios típicos. En cierto modo, toda la trama está diseñada como una venganza con cierto recochineo contra ellos. Sin embargo, la furia jamás rompe la frialdad congelada de la buena educación sureña.

Si alguien quiere saber hacia dónde va Estados Unidos, o mejor, dónde está ya, debería ver esta cinta. Luego debería preguntarse si quiere algo parecido para su país. Una profunda melancolía -y el filme transpira agria hiel por doquier- nos invade cuando la cámara se detiene en el último fotograma. Allí crece feraz la hierba silvestre, pero la tierra y el campo solo ofrece ya el suelo para las bombas de petróleo, el sueño para escapar de la pobreza que rueda en las pantallas desde aquella vieja historia del mítico filme de James Dean, Gigante, hasta el presente. Ahora todo tiene otro sentido, porque ya no estamos ante el principio de una historia que forjó el estilo de la clase política republicana que guió a los Bush, sino ante el final de todas las ilusiones. Cuando el presidente Donald Trump comenta públicamente que a nadie excepto a los periodistas le interesa conocer su declaración de impuestos, ya confiesa que habita Comanchería. En realidad, después de eso uno no puede imaginar qué supone Trump que une a los norteamericanos. El fisco es la base fundamental de lo público y la materia central de la ley. Despreciarlo es negar que haya algo en común entre los ciudadanos, ya reducidos a enemigos.

Frente a este espíritu, Jean Luc Mélenchon, el candidato a la presidencia de Francia, se presentó en su mitin más famoso en Marsella con un ramo de olivo en la mano, casi como si lo acabara de recibir de la paloma que regresaba al Arca. No estoy seguro de que Europa sea una comunidad existencial, pero si algún día lo es, deberá elegir el olivo como símbolo. Y Mélenchon dijo la razón. Incluso después de un milenio de vida, el olivo da puntual su flor y su fruto. Y en cierto modo así es Europa y por eso el olivo es su tótem. Ella lleva milenios siendo vieja, pero todavía puede dar frutos. Los dos hombres más intensos de esa vieja Europa, Marco Aurelio y Agustín de Hipona, que ya vivieron en lo que todos consideraban la decadencia, vieron en el fruto del olivo la metáfora del ser humano: para ofrecer el aceite de la vida tiene que ser morturado y sometido a la presión más dura. Cuanto más intensa la presión, más puro el óleo. Lo decisivo de este símbolo es que en él se esconde la fuerza trascendente de la tierra. Sin ella no hay comunidad existencial, desde luego; pero aquí, nadie sabe por qué, no domina la hostilidad. Desde que tenemos memoria, la rama de olivo es símbolo de amistad. El pueblo que acompaña a estos árboles milenarios parece que no puede convertirse en Comanchería.

El republicanismo que defiende Mélenchon es ambivalente. Está lleno de elementos grandes y de peligros. Pero también es milenario, como los olivos, y solo cuando el republicanismo es morturado sobre la dura piedra de la historia puede dar lo mejor de su fruto. Mélenchon acudió a la lección fundamental frente al azul del mar marsellés. «Estamos aquí, de nuevo», nos dijo. No partió de Atenas en el siglo V, o de la Roma republicana. Partió de la primera ola del Mediterráneo y de la historia que allí se inicia. En estos miles de años, la misma imagen ha reverberado una y otra vez en los momentos importantes, la de los pueblos que no quieren ser comanchería, enemigo de sí mismos. De ahí brota la vieja historia de libertad e igualdad que esa misma imagen nos trae, las dos exigencias irrenunciables, y entre ellas la solidaridad, la amistad civil, el reconocimiento del derecho de todos al goce de ambas.

Los peligros del republicanismo dependen de esta decisión: cerrar la comunidad portadora de los derechos, o mantenerla abierta, expansiva, ampliable. Marine le Pen la cierra. Mélenchon la abre. De ahí se deriva todo. El avance fundamental del republicanismo moderno fue la federación. Roma lo conoció, pero no sin enviar a sus ejércitos por delante. Suiza, Holanda, Reino Unido, las colonias americanas, Alemania, todos los países donde se ganó la batalla histórica del republicanismo, lo hicieron porque mostraron su capacidad de federar esfuerzos frente a los poderes unitarios. Mélenchon está dispuesto a acoger como ciudadanos libres e iguales a todos los que saben qué es la sombra de un olivo, a todos los que conocen el sabor amargo del aceite, desde Marruecos a Turquía. Esa es la diferencia. Mélenchon debería comprender que la única posibilidad de afirmar esa apertura pasa por mantener operativa la Unión Europea.

Nacionalismo se opone a republicanismo de espíritu federal por esta capacidad de mantener abierto el sentido de la comunidad. De ahí surge el sentido de lo reaccionario frente a lo progresivo, del pasado frente al futuro. La piedra de toque no es la disolución de las formaciones culturales, sino la comprensión federal y cooperativa de las mismas. Pero Europa no puede lograr el éxito a la hora de integrar a los hombres y mujeres del Mediterráneo sin conquistar la definitiva capacidad de integrarse a sí misma. Lo que constituye el proyecto necesario en estas horas es un movimiento histórico de dimensiones civilizatorias inauditas. Se trata de tender puentes para saltar el abismo que se generó cuando el Mediterráneo se fracturó, hace ahora catorce siglos, entre el norte cristiano y el sur islámico. No podemos perder esta batalla histórica, cuyo campo de juego es sencillamente nuestra propia política. Para ganarla tenemos que seguir siendo Europa, y no regresar a una comprensión arcaica de sus naciones. Ese es el sentido de nuestra comunidad existencial pacífica. Si es que no queremos convertirnos en una extensión de Comanchería.