Pablo VI promulgó la encíclica Populorum progressio en 1967. Lo hizo en domingo, mas no en uno cualquiera, sino en el de la Resurrección, que se celebró el día 26 de marzo de ese año. Versa, como reza en el encabezamiento, sobre la necesidad de promover el desarrollo de los pueblos, especialmente el de aquellos que se esfuerzan por salir del hambre, la pobreza, la enfermedad o la ignorancia, y aspiran a participar con mayor amplitud en los frutos de la civilización. Los trabajos preparatorios de este magnífico documento pontificio, que da curso a las orientaciones emanadas del Concilio Vaticano II, y en particular de la constitución Gaudium et spes, fueron confiados por el papa al dominico francés Louis-Joseph Lebret, al que conocía desde 1947. Fue el fundador de la asociación Economía y Humanismo, para el estudio y la aplicación de la doctrina social de la Iglesia. Había sido anteriormente capellán de pescadores, creador de un sindicato de trabajadores marítimos y de una escuela para la formación integral de navegantes. Su finura para el análisis sociológico y para establecer estrategias de progreso realmente humano propiciaron el encuentro del fraile dominico con grandes figuras de la economía y el desarrollo en Europa y América Latina, así como en la Organización de las Naciones Unidas.

Pablo VI, que sabía de su prestigio y autoridad moral, acudió a él para que lo asesorase en la confección del texto pontificio. Lebret falleció antes de que se promulgase la encíclica, en la que el papa le mencionó expresamente, al igual que a otros inspiradores del pensamiento montiniano acerca de la adecuada relación entre la Iglesia y la cultura contemporánea: Blaise Pascal, Jacques Maritain, Henri de Lubac, Marie-Dominique Chenu, Colin Clark u Oswald von Nell-Breuning. Al referirse a Lebret, lo calificó de «eminente experto», y, al citar literalmente un pensamiento extraído de una obra suya, Pablo VI inauguró la práctica de introducir en los documentos pontificios nombres y pasajes de autores que no son ni bíblicos ni patrísticos, ni papas ni santos canonizados, sino meramente peritos en las materias sobre las que versan los documentos magisteriales. La referencia a Lebret, que el papa hizo en el número 14 de la encíclica, con la asunción del párrafo de su libro Dynamique concrète du développement, es ésta: «Nosotros no aceptamos que la economía se separe de lo humano; ni el desarrollo, de las civilizaciones en que se inserta. Lo que cuenta para nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación de hombres, hasta llegar a la humanidad entera».

Se sabe que el papa comenzó a recopilar documentación en 1963 y que la agrupó en un dossier que llevaba por título Sobre el desarrollo económico, social, moral. Material de estudio para un encíclica sobre los principios morales del desarrollo humano. Es, por tanto, fruto de un trabajo extensamente continuado de reflexión, consultas y ordenamiento de ideas. Desde septiembre de 1964 hasta febrero de 1967 hubo siete redacciones sucesivas. El papa las examinó todas y escribió anotaciones en cada una de ellas, que fueron enviadas a obispos, teólogos, diplomáticos, políticos, sociólogos, economistas y expertos de diversas áreas lingüísticas, para que las revisasen e hiciesen observaciones y sugerencias. Es preciso decir, además, que, antes de ser papa, Giovanni Battista Montini realizó un viaje a América Latina en 1960 y otro a África en 1962. Después, siendo sucesor de Pedro, uno a Tierra Santa y otro a la India. Ambos en 1964. «Nos pusieron ya en contacto inmediato con los lastimosos problemas que afligen a continentes llenos de vida y de esperanza. Hemos podido ver con nuestros ojos y tocar con nuestras manos las gravísimas dificultades que abruman a pueblos de antigua civilización, en lucha con los problemas del desarrollo», dijo Pablo VI acerca de su periplo por aquellas tierras.

El encuentro con las personas afectadas por la pobreza y la injusticia produjo en el papa un vivo sentimiento de proximidad, tristeza y preocupación, así como el deseo de poner en movimiento a la Iglesia, a los creyentes de otras religiones y a los hombres de buena voluntad, para que acometiesen con resolución el deber moral de afrontar los males que aquejan a gran parte de la población mundial y hallar las vías para erradicar las causas que los originan. Al conmemorar el cincuentenario de la promulgación de la encíclica Populorum progressio, en la que la persona constituye el ápex hacia el que ha de dirigirse todo emprendimiento social, y dirigir la mirada hacia el entorno, en el que ya se anuncia la desaparición del médico cirujano, porque su mano temblorosa será reemplazada por un robot de nivel cinco, cabe preguntarse si el imparable desarrollo tecnológico va a ser beneficioso para todos o sólo para los que puedan costearse los indescriptibles beneficios profetizados por los augures de un futuro imprevisible y extraordinariamente prometedor. Según Helen Clark, responsable del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, «el mundo ha recorrido un largo camino en la reducción de la pobreza extrema, la mejora del acceso a la educación, la salud y el saneamiento, y la ampliación de las posibilidades para las mujeres y las niñas». Pero advierte que estos avances «son el preludio del siguiente desafío, posiblemente más difícil, el de velar para que los beneficios del progreso mundial lleguen a todas las personas».

Esto es lo que reclaman los indígenas de la selva amazónica, que han surtido de plantas a empresas que fabrican fármacos y han compartido sus saberes ancestrales con los científicos que trabajan en laboratorios del Primer Mundo. Jamás se lo han agradecido ni devuelto en forma de medicamentos. E igualmente aquellas poblaciones con genotipos raros, que han sido utilizadas en trabajos de investigación con fines terapéuticos. Los resultados de esos estudios e indagaciones no han aportado ninguna mejora ni a su salud ni a su calidad de vida. En Populorum progressio se dice que no existe verdadero desarrollo cuando éste no está al servicio de la persona, ni reduce las desigualdades, ni combate las discriminaciones, ni libra al hombre de la esclavitud, ni lo hace capaz de ser por sí mismo agente de su mejora material, de su progreso moral y de su desarrollo espiritual. Y que si el mundo se halla en un lamentable vacío de ideas, como sostenía Pablo VI, urge emprender un camino que conduzca, a través de la colaboración de todos, de la profundización en el saber y de la amplitud del corazón, a una vida más fraterna en una comunidad humana verdaderamente universal.