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El tiempo lábil

Como faltaban sólo cincuenta minutos para que saliera mi avión, pero no iban a fijar la puerta hasta diez minutos después, según el panel de vuelos, cogí la novela del mexicano Juan Pablo Villalobos (estará en la Fira), No voy a pedirle a nadie que me crea (lo voy a convertir en mi divisa), para ver en qué acababa aquello: mal en todo caso, pues me había reído bastante y ahora tocaba pagar por las vueltas en el tiovivo. Cuando levanté la cabeza, mi vuelo no sólo tenía puerta, sino que me habían dado puerta: «Cerrado», parpadeaba el panel. «Tancat», insistía con bilingüismo integrador. Corrí, corrí inútilmente, apuré el cáliz hasta las heces, hasta el final del pasillo, más de un quilómetro. El avión había levantado la puerta, la pasarela, todo. Nadie.

Hay una forma muy segura de perder vuelos y es disponer de mucho tiempo, aunque ayuda bastante el despiste congénito o ponerlo difícil por el sistema de abrir tarde y cerrar enseguida, esto es con procedimientos, alternos, de generación de ansiedades y recompensas. A la próxima pueden añadir ochenta metros vallas, un concurso para recoger monedas con la boca en una piscina (con tiburones y/o anguilas eléctricas), o una carrera con un huevo fresco en una cuchara, sujeta con los dientes, no se priven, otro día les hablo de las humillaciones en los llamados controles de seguridad. La chica de Vueling no sabía qué decirme.

El espacio es una cuestión de tiempo (Einstein), pero el tiempo, la sustancia más plástica que existe (con el dinero, que es tiempo, de otros, incluso mío, envasado) también se contrae (ansiedad) o dilata, y de qué manera. Por analogía, me acorde de san Virila, el monje de Leyre que subió a una fuente en lo alto de un acantilado, oyó cantar un pajarillo y quedó lleno del arrobo de los bienaventurados. Mokhsa. Satori. Iluminación. Cuando regresó al monasterio habían pasado tres siglos como tres minutos y nadie recordaba a Virila, pero otro plumífero oportuno le llevó en su pico un anillo abacial y el buen Virila recuperó el cargo. Es nuestro Buda, aunque sea navarro o así, nadie es perfecto.

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