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No creo que los lectores más jóvenes de esta columna, si los hay, se acuerden de Manuel Gila. Era un humorista de la postguerra española, un genio capaz de llevar el surrealismo a la milicia haciendo ver los disparates de cualquier guerra. En uno de sus monólogos geniales simulando conversaciones telefónicas, Gila, en el papel de un supuesto mando militar, llama al astillero diciéndoles que el submarino que les han mandado, de color, bien, pero no flota. Otras veces llamaba y decía "¿Es el enemigo? Que se ponga", y de inmediato las causas bélicas se volvían lo que son, puro despropósito. Pero ni él, con todo su talento, podía imaginar a un presidente que amenaza nada menos que de guerra nuclear a un país remoto, manda su armada allí y resulta que ésta toma el rumbo inverso.

No es ninguna broma: es lo que ha sucedido, ocupando los titulares y las portadas de los diarios, con el grupo de combate estadounidense que, a bordo de un portaaviones y no se sabe cuántos submarinos, se dirigía desafiante hacia aguas coreanas para poner las amenazas en su sitio en vísperas de la celebración dinástica norcoreana. Ahora resulta que no, que donde iba la armada era a Australia a participar en unas maniobras conjuntas con la marina de ese país.

Las explicaciones de hechos absurdos empeoran el desaguisado. Se dice desde las alturas de Washington que las maniobras australianas estaban previstas, que no era cosa de desairar a un aliado y que luego el portaaviones irá hacia Corea, si no se encamina hacia allí ya. Pero semejantes excusas llegan mal y tarde porque el daño está hecho. Amenazar es una política peligrosa. Convertir la amenaza en pólvora de salvas lo es aún más.

Que el presidente de los Estados Unidos es capaz de cubrir de misiles una base aérea siria y, poco después, arrasar territorio afgano con la madre de todas las bombas (no nucleares) está demostrado de la manera más fehaciente: disparando los artefactos. En ninguno de los dos casos hubo, que yo sepa, advertencia previa ni amenaza alguna. Así que cuando la Casa Blanca dijo que el grupo de combate había zarpado de Singapur con rumbo al avispero coreano, y justo en los días en que el dictador de Pyongyang alardeaba de tener misiles con los que alcanzar América del Norte, todos nos tentábamos las carnes. Una vez que llegase a su destino el portaaviones Carl Vinson, ¿qué harían sus aeronaves? Por no decir de los submarinos que, en palabras del presidente de los Estados Unidos, eran mucho más poderosos y efectivos que cualquier nave de superficie.

La guerra parecía encontrarse mucho más cerca que nunca desde que el armisticio de 1953 interrumpió el conflicto armado estableciendo la frontera entre las dos Coreas en el bien famoso paralelo 38. Pero nos equivocábamos. La flota de amenaza, de color, bien, pero no era una flota.

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